36. Campamentos
Dicen que los hábitos se construyen poco a poco. Que los cambios se generan paso a paso, día a día. Que no se pueden hacer varios cambios a la vez, que es necesario ir de a uno, y así despacito las cosas se logran. Lo que fuere que nos propongamos pero que esté en nuestras manos, obvio, estamos hablando de cosas como levantarse temprano, salir a correr, no comer harinas, cuestiones por el estilo. Además, dicen los profesionales del tema, una vez que pasás la barrera de X días trabajando sobre determinado hábito el cambio ya está adentro, es pan comido, lo lograste, ahora sos lo que querías ser. Ponele. Y podés encarar otro porque este cambio ya funciona como una nueva piel de la que hay despreocuparse. Cuando digo “X días” lo hago porque hay diferentes opiniones sobre el asunto (no sólo por eso en realidad, es que ni siquiera me acuerdo cuántos días dicen que tienen que pasar). Supongamos que para algunos son dos meses, para otros tres, y para los de más allá cuatro (estamos suponiendo, insisto, no me acuerdo, pueden googlear si están interesados en el tema). La cosa es que sea lo que sea, 60, 90, 120 días, conmigo, ¿la verdad la verdad? No va. Sabe alguna fuerza superior, si es que la hay y tiene la ridícula tendencia a observar o incorporar o lo que corno haga con la vida de las personas, que en mi caso no va. Que soy persistente, ordenada, metódica… de a ratos. He atravesado esas barreras convencida de que había llegado a la panacea milagrosa de la construcción de lo cotidiano y ZAS! vuelta a empezar. Este blog es un claro ejemplo. Arranqué a principios de año jurando postear todos los domingos. Me impuse escribir apenas abría un ojo a la mañana. Una hoja por día más o menos. Y así fue, de enero a abril. Pan comido, nueva piel, automatización, naturalización las guindillas. Así como llega así se va. Algo me corre de un centro que nunca termino de descifrar. Algo me dice que mi centro no está ahí sino dos pasos a la izquierda, o después de una vista a la ventana más allá, o bien sobre una dosis nueva de interior-exterior. Algo cambia. Por ejemplo, hago insight, me epifanizo y descubro que el hecho de que me costara tanto levantarme temprano como papá provenía de un supuesto deseo de parecerme a él, cuya raíz estaba en mi madre embarazada 12 años después del casamiento rogando que fuera otra gota de agua junto a mi padre. O sea, descubro que mi deseo de parecerme a papá es un deseo de mamá, destrabo y me levanto de inmediato tempranísimo. Y lo hago así uno, dos, tres, meses. Voilá! Ahora soy una alondra! Un ser madrugador! Minga. Lo soy durante uno, dos, tres meses, después quiero acostarme a las 4 y levantarme a las 12. Me parezco a la Cati, mi gata mayor. Ella elige meticulosamente su lugar de 15 días para siempre. Es así. De golpe se instala en tu almohada, y ahí está, es su lugar y lo será, para siempre, así lo dice toda su actitud. Pero a los 15 días se va al sillón, y así… Aunque últimamente tiene un record de permanencia. Como yo, claro. A veces vuelvo a algunas dinámicas, recupero zonas. Quisiera levantarme de nuevo temprano y agarrar el cuaderno a primera hora. Capaz que este es un buen momento para intentarlo, estamos por llegar a los últimos tres meses del año. Tener constancia de abrir la boca con los dedos todas las semanas ha sido y es un alto desafío para mí. A veces me apuro y me horrorizo o fascino pensando en cómo reciclar este proyecto para el año que viene. Después me digo que apenas, a penas, estoy cumpliendo con lo que me propuse el 1 de enero (un poco antes en realidad) y que un desafío no tendría por qué transformarse en una pesada carga, ni en una autoimposición. Sólo que de ahí a la pereza hay un paso. Es muy sensible el límite, muy personal. Muy interno y, puf, hay que ser honesta para verlo. Pero es que a veces no tengo ni cinco de ganas de escribir. O no tengo ganas de escribir para el blog. Ya sé, la inspiración te tiene que encontrar trabajando y blablabla toda la sarasa, si si. Está bien. Lo sé. Es más, me la paso diciéndolo, y recomendándolo, y poniéndome metas, y estableciendo nuevos hábitos y… Eso, minga. A veces funciona. A veces no. De a ratos está bárbaro. Otros ratos es un desastre. Me gustó lo de dinámica, lo dije por ahí arriba. Ma qué hábito… Yo con suerte establezco y mantengo dinámicas. Pero todo está sometido constantemente al cambio, a la deriva, a la sintonía, a la profundización, a la energía para mantenerse libre, justamente, aunque suene a paradoja. Creo que estoy haciendo un canto a la flexibilidad. Cómo ser flexible pero sin perder centro, esa sería una buena cuestión. O, mejor aún, como diría la gran Clarice, un estado de “plenitud sin fulminación”. Como también diría la gran Lispector y la parafraseo medio de memoria, vos sos vos y yo soy yo y todo es vasto y eso está muy bien. Va a estar bien. ¿Y el campamento? ¿El título de la cosa? Ah, si. En abril, cuando era prolija, me puse a hablar del tema. Era la semana 17 y me tocaba “Elegir cuidadosamente mis palabras” (pufffff). Me acordé de algo que pasó la primera vez que me fui de campamento (sin la familia) y lo escribí a toda velocidad. No terminé. Después hice un poema y publiqué solamente eso. Y decidí que las tres páginas del cuaderno fueran a parar a “Campamentos” que llegaba recién en la semana 36 (la que pasó y tengo atrasada). Capaz que es una señal lanzada al futuro, mi presente, de volver a establecer dinámicas sencillas sin caer fulminada en el intento. Suena fácil, pero no lo es. Hay momentos que todo esto me parece un bodrio extremo, un bodriazo, y en otros siento que nunca escribí nada mejor. En fin. Los dejo con mi yo de abril. Nos vemos abajo. / / / / / 27.04.16 Dos cosas nuevas en una, primera vez fuera de casa sola todo un fin de semana en un lugar desconocido, primera vez fuera de casa el día que todo recuerda que vine al mundo. ¿Trece? ¿Catorce? Una de dos. ¿San Antonio de Areco? ¿Si? Poca fijación de los datos duros. Ah ya sé, me acuerdo que era viernes, sábado y domingo, y era 10, 11 y 12 de agosto, puedo buscar en el calendario para encontrar correspondencia (es extraño, veo cómo se construye toda esta secuencia a partir del “yo” pero siento que todo lo que digo está desprovisto de egocentrismo, o al menos se trata de un centro desplazado, un centro consciente de su punto de anclaje, su dinámica de vinculación, un ¿selfcentrismo?). Ya está, acabo de hacer investigación (¡!) y puedo decir que estoy hablando del año 1979, correspondiente al segundo curso de la escuela secundaria. Me fui con mis compañeras y mis profes por primera vez de campamento. (Había alguna que otra experiencia anterior con papá, mamá, la tía P., la abuela (como lo ilustra la foto en la que estoy... ¿escribiendo? OMG ). Algunas escapadas familiares, siempre en Córdoba, pero la verdad que para mi historia "campamentil" son sólo una especie de anticipo.) Aquel viernes fue todo instalarse y prepararse para lo que vendría, los rudimentos de la supervivencia, aprovisionarte para construir tu espacio, tu seguridad mínima. No sólo la ingeniería de instalar las carpas que nos llevó su buen tiempo, sino y por sobre todo la recolección de leña. Luz, calor y comida, todo en uno dependiendo de la madera y la potencia de la combustión. Promesa de futuro. Todo en su sitio y preparado. Primera cena (una ollada gigante de fideos si no me equivoco) y la novedad más novedosa, la que no se me hubiera ocurrido nunca y ahí estaba y había nacido para eso: LA GUARDIA. Si. T. y P., nuestras profes que era to-tal-men-te ge-nia-les, explicaron el sistema y yo adherí, adherí, adherí (el entusiasmo siempre ha sido mi fuerte). ¿Hay algo más hermoso que velar el sueño de los otros? Levantarse en plena madrugada, en el frío húmedo y penetrante de agosto, dispuesta a estar ahí para quien sea y lo que sea, pero sin paranoia (ya llegará más adelante) sino simplemente con una actitud de apertura hacia la noche. (Describo estas sensaciones adolescentes y me sorprendo, veo que no sólo la niña tiene tesoros para señalarme y desplegar en los renglones). Elegí una de esas guardias terribles que te parten el sueño en dos, porque nadie las quería (medio imbuída de espíritu de sacrificio me parece). Debe haber sido la de 2:00 a 4:00 am. Estaba organizado en pequeños grupitos, la guardia anterior se ocupaba de despertar a la siguiente. No dormí muy profundo de la emoción que tenía por mi primera tarea de servicio tan indiscutible. Pero ya cuando me llamaron noté algo raro. Cierta… ¿relajación? Está bien que no todo el mundo tenía por qué compartir esta alegría mía de cumplir de cabeza con una actividad que me llenaba de sentido comunitario, pero había algo distinto en el aire. Muy distinto. Y tenía explicación. Durante la noche había llegado al campamento el padre J., un sacerdote, franciscano y croata para más datos, el rector de la escuela. Las profes dormían, como todo el campamento, bajo la supervisión del equipo de guardia de turno que recibió a nuestro guía espiritual. Pero el hombre no venía solo, conocedor del paño llegó con una botella de caña Legui y otra de anís 8 Hermanos a hacernos el aguante. (Debo decir que el padre J. ha sido el más irreverente soplo de aire fresco que he visto en la iglesia católica. Humano antes que nada, siempre, y hermano después. No importa cuan lejos o cerca hayas quedado del ideario y la mística de su doctrina, la memoria de J. es un tesoro repentino para todos los que tuvimos el placer enorme de disfrutarlo). A partir de la llegada de J. ningún equipo de guardia volvió a dormir. Simplemente despertaba al siguiente y nos íbamos acumulando alrededor de un fuego alto y brillante, más achispado por el alcohol que pasaba de mano en mano. Y la charla, y los cuentos de miedo en plena noche fría y limpia (puedo imaginar todavía una bocanada de ese aire). Con la mañana, claro, llegó el sueño. Era lo más parecido a una noche de juerga que había tenido en mi corta vida. Y a las 8:10 o a las 8:25 (el primer horario según la tradición familiar, el segundo según consta en la partida de nacimiento) llegarían mis 14 años en este fantástico gran día. Pero había un problema. Resulta que el campamento era un campamento educativo, ajá. Sin ánimo de que carguen con una villanía (¿existe esa palabra?) que jamás de los jamases tuvieron debo decir que, cuando la T. y P. se levantaron esa mañana se armó la gorda. Nuestra “actividad” nocturna había terminado con toda la leña que se suponía usaríamos durante el fin de semana completo. Ups. Decir enojo es poco. Y la participación central del padre J. las enfurecía más, claro. (Ahora me doy cuenta lo bueno que fue ver cómo eso se desarrollaba abiertamente, sin especulaciones acerca de la jerarquía entre ellos). Para hacerla corta: nos cagaron a pedo. Mal. Yo tenía una depresión profunda. Había verdad en cada una de las palabras que decían, pero a mi no se me había ocurrido ni una. Culposa es poco. ¡Y para colmo era mi cumpleaños! Cosa de la que a esa altura nadie se acordaba, por supuesto. / / / / /
Hasta ahí mi yo de abril. Cuando el de septiembre piensa en retomar el tema (cuya anécdota en realidad terminó bárbaro, primero recolectando leña a diestra y siniestra durante toda la mañana con caras compungidas, pero para retomar un poco la buena onda en el almuerzo y llegar a una ronda de sidra y torta al atardecer ¡para festejar mi cumple! Todo después de las palabras de arrepentimiento del padre J., por supuesto, que nos dejaron a todas conformes. Ese día me dieron una muñequita negra de regalo en la que con un cartelito se me pedía: “escucha más y habla menos”, razón por la que todo este recuerdo apareció cuando en mi lista me llamaba a mi misma a cuidar mis palabras). Pasaron 37 años de aquel momento y 19 semanas del relato que lo describe. Tendría que haberlo terminado mi yo de abril. Este es mi yo de septiembre y no pude seguirlo con la misma energía, sólo desembocar en una síntesis apretada y entre paréntesis. Esto es lo malo de trabajar así, en crudo. De no ponerse las pilas de a poquito como para tener margen de insuflar dignidad, al menos eso funcionó como escudo protector durante los primeros meses. Qué tema la procrastinación (me costó tanto aprender la palabrita que me la paso haciéndole honor parece).
Voy a ir dejando acá. Para terminar con el atraso en las entregas voy a levantar dos posts en uno, como cachetada de loco. Así de un saque. Largo el 36 y también el 37 (que hoy es el domingo de esa semanita justamente, así de desorganizada venimos) con un poema cosa de liquidarlo rápido (esto de la honestidad brutal me va a hacer mal). Veremos qué nos depara la semana 38, a ver… “simultaneidad de proyectos”. ¡Oh, ups, my fucking god!!!! El don profético no se detiene, justo que estoy hasta las manos. En fin, será cosa de adentrarse en ella y hacer como el detective guaraní: averiguaré.
Claramente con el párrafo anterior ya venía cerrando, pero el remate de este post tenía toda la pinta de ser un típico "no hay remate", como un chiste malo. O peor, como un chiste que decís una y otra vez que es buenísimo, y lo empezás a contar, y te morís de risa mientras lo hacés, pero te olvidaste del final. Por suerte me acordé de algo que leí esta semana en Facebook, una maravillosa cita de Respiración Artificial, de Ricardo Piglia (soy viva, así cualquiera cierra).
Gracias Ricardo. Me dejás pensando.
“Todos los acontecimientos que uno puede contar sobre sí mismo no son más que manías. Porque a lo sumo ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? Dos o tres experiencias, no más (a veces, incluso, ni eso). Ya no hay experiencia (¿la había en el siglo XIX?), sólo hay ilusiones. Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma), para imaginar que nos ha pasado algo en la vida. Una historia o una serie de historias inventadas que al final son lo único que realmente hemos vivido. Historias que uno mismo se cuenta para imaginarse que tiene experiencias o que en la vida nos ha sucedido algo que tiene sentido. Pero ¿quién puede asegurar que el orden del relato es el orden de la vida?”