50. Papá y mamá
A una semanita de la navidad entramos en la recta final, el año se acaba, el blogario también. El arbolito apenas se arma en estos tiempos brumosos pero se lo ve repetido en muchas diapositivas de la infancia. Era un momento esperado y altamente expresivo de mi parte por lo visto. Y a papá le gustaba verlo, también por lo visto, dada la cantidad de rollos dedicados a la navidad. Aunque el tema de la ilustración no es ese justamente: esta es una de las pocas fotos, al menos entre las que tengo digitalizadas, en la que estamos los tres. Papá y mamá y yo. En mi caso cantando concienzudamente los números de una lotería flamante, con sus cartones y su precioso bolillero (el aparato azul, las bolillas rojas, todavía puedo tocar el plástico de la manija, o sentir el peso de cada bola roja y sus números alargados).
El encuadre es cualquier cosa menos feliz. Sintáctica y visualmente hablando. Aunque si se lo mira fijo, amorosa y emocionalmente hablando, el encuadre puede ser una sola cosa: feliz. Está claro. Primero y principal, que es la mirada de mi madrina. Estoy segura. Tengo más fotos de ese día en las que está ella. Esa es la razón por la que por una vez nos tocó entrar a los tres en cuadro. Una época en que la selfie era posible sólo a partir de la mirada del otro. La Porota le quiso hacer justicia al trabajo extraordinario de mi madre en ese móvil surrealista que cuelga de la lámpara. La madrina quería todo en pantalla, tengo a quién salir, ha visto.
Me gusta esto de llegar a la semana 50, al post 50, y que se trate nada más y nada menos que de papá y mamá. Que por ese motivo mis dedos desvaríen sobre una foto mal encuadrada llena de amor y registro de lo efímero. Hasta con lotería, devaneo y azar incluídos. Me gusta verlos jóvenes de un modo tal que no recuerdo, vivos, en ese estado que sigue sólo presente en mí, atentos a una arenga desafiante de una nena enana que se siente enorme y decidida. Me siguen mirando, vaya que lo hacen. Puedo sentirlo.
Tengo una de esas historias extrañas, una infancia apacible, una cantidad de años impresionantes de armonía. Era el bicho raro entre mis amigos, siempre. Todos venían a casa. Era el mejor lugar.
Después claro, como adolescente y adulta, tuve que diferenciarme como la evolución sabiamente lo señala. Pero aún así tuvimos excelentes años de compartir cosas, y de respetar espacios, y de respetar cosas y compartir espacios. Siempre. Mi casa seguía siendo el mejor lugar para estar.
Hoy llovió y está fresco. Escribo mientras el aire limpia la noche sin estridencia. Con la última luz de un cielo celeste cada vez menos plomizo.
Estoy de buen humor. Tengo más ganas de moverme que de escribir. No quiero sentir que esto es una especie de homenaje a ellos, porque los estaría negando en mí. No hablo del ADN. Hablo de la impronta, huella, fascinante cantidad de cosas presentes, que nacieron se criaron se reprodujeron y maduraron bajo esas miradas atentas y amorosas, como las de la foto. Que hacen que yo sea más o menos lo que parece que soy. Incluso mi buen humor. El optimismo de mi voluntad.
Tiendo a querer todo, porque los tuve a ellos.
Tiendo a creer que todo es posible, porque ellos lo hacían todo posible para mí.
Y es gracias a ellos, estoy segura, que soy quien soy. Y sé que lo mejor de mí son mis vínculos. Sólidos e intensos. Fuertes. Mucho más fuertes que todo pánico.
Lo que me llena de amor, de dolor y de orgullo.
Lo que siento se hizo roca, una piedra en mi corazón, una constancia del espíritu, pura materia. Un endurecimiento en la certeza de lo que es, no en la sensibilidad. Al contrario. Lo que siento se hizo raíz después de purgarse, y desapegarse, y berrerar, y exigir, y especular. Piedra y carne. Incondicional. Es eso. Amor incondicional. El que bordea el límite del abismo de los otros y no se cae y no cede y no se ahoga y no se abruma y no confunde resistencia con rechazo. Amor que se muerde la cola y se genera a sí mismo. Que serpentea el narcisimo y no se agota en un contacto abismal ni en un miedo prosaico. Que no se aleja. Que no declama. Que se permite aún en la penumbra dócil de la renuncia.
Expansivo. Vital.
Todo esto ya estaba allí, con ellos. Lo siento. Está claro. En la forma en la que nos tejíamos.
"¿A quién querés más, nena, a tu papá o a tu mamá?"
Antes de tener un concepto de la edad yo sabía que el amor es otra cosa. Pero era difícil. Armonizar es difícil. Papá era de Boca y yo lo fui de inmediato, junto a él. Amarillo y oro nuestro corazón. Pero mamá era de River y quedaba tan sola. No podía. No lo soportaba. Así que me hice de River, en mi primera ecuación mal resuelta. La diferencia volvía a estar ahí, desolándome. Entonces no será ni uno ni el otro, será, qué se yo, ¡que sea el campeón! Y había ganado San Lorenzo. Por fin había llegado a una solución. No era la definitiva. No lo sabía. No podía saberlo. Pero había elegido a un triunfador que de pronto se batía con un enemigo en mis narices, por una Libertadores y en medio de una gripe que me tenía tirada en la cama viendo la tele en blanco y negro. Se me hizo eterno, aunque probablemente hayan sido sólo un par de partidos ida y vuelta. La cosa es que San Lorenzo perdía y yo no quería más de eso. Pero sabía que esa posibilidad estaba, y que volvería a estar. Así que, amante de lo absoluto desde chiquita, me dije en silenciosa voz pero con claridad meridiana: del que gane hoy me hago para siempre. Y soy de Independiente. Ni de papá ni de mamá. Libre. Y roja.
La verdad que me emociono, porque estoy llena de agradecimiento.
En dos semanas se va el año. Algo que jamás les pasará a ellos. Presentes. Actuales. No importa nada. No es retórica ni poética. No se trata de la tradición ni del legado. Es la forma en la que nos tejíamos. Es la manera en la que me enseñaron a querer. Ambiciosa, idiota, irremplazable, fervorosa, lógica, abrumadora. Una cantera. De ahí parirás tus vínculos y serán ambiciosos, idiotas, irremplazables, fervorosos, lógicos y abrumadores. Presentes. Actuales. No importa ni siquiera del todo el modo que elijan de manifestarse. El todo que puedan representar. La parte. Siempre sinécdoque.
Hace un rato que quiero parar pero no encuentro remate. Es porque se trata de ellos. Un post que podría ser un continuum. Como todo este blog, que parece a veces que es un libro. Un continuum sobre el amor. Y sobre el registro de lo efímero.