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01. Pancho


El tipo apareció hace unos dos o tres años según se calcula en la cuadra. Fue para navidad. Llegó escapando de la pirotecnia y muchos más datos no supimos recoger en la arqueología del barrio. Porque dos o tres años en la vida de un barrio es casi como decir "toda la vida". Si me preguntan a mí Pancho siempre estuvo ahí con su andar enérgico y simpático. Ahora que compartimos tardes y caminatas lo observo con más atención. En la peluquería veterinaria había un listado de precios según las razas y el chiste fue que Panchito sería un caniche mediano. No, nada de equivalencias. Mi perro es sin lugar a dudas un salchicha manto negro.

El tipo llegó y de una manera que desconozco se aquerenció en el frente de la casa de unos vecinos que ya no viven más acá. Un frente amplio sin plantas ni techos. Pasto raso, frente liso. Se lo veía de lo más contento arriba de unos trapos, como un chico que corre y grita ¡casa! Como si ahí no le pudiera pasar nada. Pero algo le pasó. Recuerdo la noche y los gritos terribles que venían de la plaza. Eran tan agobiantes que tuve que salir a ver qué pasaba, aunque mis cuatro gatos estaban adentro. No supe mucho más esa noche. Una perra doberman había tenido su última salida oficial sin bozal. De ahí en más le apretan el hocico para que no mastique los testículos de algún otro Pancho que ande por ahí. Perdió parte de uno en la revuelta. Pero se lo atendió rápido y su espectacular sistema inmunitario callejero hizo el resto.

Eso es casi todo lo que sé de él. Que llegó hace unos dos o tres años (me enteré porque me dio curiosidad ahora), que formaba parte de una manada medio numerosa pero en calidad de "agregado" (no entraba a la casa, no tenía el estatus de otros perros de la familia, no había techo para él más que el improvisado debajo de un auto) y que una noche que debe haber sido de las más horribles que tuvo que pasar se peleó muy mal con una perra que lo duplica en altura (me da miedito comparar el tamaño de sus bocas abiertas o la altura inusitada de los gritos). Y también sé de su andar bonachón y simpático, acariciado siempre por los chicos de la plaza, presencia de la calle, mirada pedigüeña constante, medio tristona, párpados caídos.

Hay algo más que sé. Las sobras del barrio iban a parar a su panza. Unos cuantos vecinos acostumbraban a ofrecerle lo que fuere, que él lo engullía con pasión, velocidad y agradecimiento. De todos, M. fue la más sistemática. Cada mediodía algo iba a aparecer en el pasto cercano a su puerta. Dame algo que se repita y construiré confianza. Ahí estaba entonces Pancho. Sentado, acostado, con calor, con frío. Sabía qué esperar y estaba dispuesto a hacerlo el tiempo que fuera necesario, el día uno, el dos y el tres. Era un clásico llegar a la cuadra y verlo tirado frente al portal de M. esperando la ración del día.

Cuando se fueron los vecinos de su manada hubo algunos intentos de contención. Algunos animales se reubicaron a su manera, y por lo que me contaron Pancho tuvo la oportunidad de estar en un patio, pero la calle tira y no duró mucho el intento. Como diría A. "lo que pasa es que Pancho es un espíritu libre". Pero entonces pasó lo que pasó. ¿Cómo se arma el tejido que nos vincula? ¿Cómo no supe en todo ese larguísimo tiempo que Pancho es mi perro?

El momento que nos abriría las puertas llegó. Puertas en ambas direcciones, eso está claro.

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Hay muchos días de lluvia desde que llegamos al mundo. Mi memoria es retobada y no tiene costumbre de abrazarse a mí, me abandona todo el tiempo. Pero esa lluvia está grabada, como si me hubiera ocupado de hacer una película que puedo invocar con un click. Hacía frío, además. Era fines de octubre o principios de noviembre. Lo vio S., mi pareja. El bicho estaba empapado. Ni atinaba a buscar refugio por su cuenta, la cuadra no es pródiga en toldos ni aleros. Creo que vio en S. su oportunidad y vaya que acertó. Atravesando una puertita de reja y unos pocos metros de jardín nuestra casa cuenta con un pequeño porche, S. lo invitó ese día a nuestro territorio por primera vez. No se trataba de un lugar desconocido para él. Lo habíamos encontrado algunas veces en el jardín, robándole comida a un gato paseandero que formó parte de su misma insólita manada y que hace rato reforzó sus recursos en casa. Yo había alcanzado a verle la cola escapando entre dos barrotes y las ramas del grataegus (nuestro impenetrable cerco cuenta con un agradable hueco hecho a su imagen y semejanza).

Ese día que no puedo precisar, después de insistir ante su timidez y sus miradas mezcla de agradecimiento y súplica, el Pancho entró. Un techo para no estar abajo del agua, ese era todo el compromiso inicial. Trajimos unas remeras viejas y una toalla en decadencia. Lo secamos un poco. La cola, que ya no paraba de moverse desde hacía un rato, aceleró drásticamente. Ese momento luego será recordado como "nunca tendríamos que haberlo tocado". Porque una cosa es permitir un robo de comida de vez en cuando, otra abrirle la puerta (como a los vampiros) y otra muy diferente es establecer contacto. "Cometimos un error" dijimos al unísono, creídas de que lo decíamos porque él se nos iba a pegar... Éramos nosotras las pegadas.

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Quizás este sea un buen momento para aclarar que tengo 50 años y que hasta hace muy poco tiempo nunca había tenido perro. O si, pero casi casi, a los 6, un tiempito atrás. Estaba en primer grado y mami tuvo una charla con la Señorita G. Había algo que la preocupaba, una conducta que pensó que iba a desaparecer cuando empezara la escuela pero seguía firme. Yo era lo que se dice una nena buena. No daba ningún trabajo especial, era dócil, lo suficientemente inquieta y curiosa como para jugar todo el día, acompañada o sola. No daba el menor problema, excepto a la noche.

Sabía que me tenía que quedar en mi pieza, en mi cama. Pero pared de por medio había un lugar mucho mejor. Mantenía el contacto todo lo que podía. Daba las buenas noches a cada uno por separado. Hasta mañana mami/papi, que descanses, gracias, igualmente. Le preguntaba a mami si se había llevado la radio a la cama, dispuesta a levantarme y llevársela. Tenía dos preguntas más en stock para alargar hasta último momento la presencia de sus voces. Aguantaba todo lo que podía para no gastarlas. Había observado las rutinas nocturnas de la casa, eso está claro. ¿De dónde saldría si no la preocupación de una nena de seis años por si la puerta y la llave del gas estaban cerradas? Una vez usadas estas consultas no tenía más recursos. Alguna vez probé el desesperado "¿ya les dije hasta mañana?"

La nena buena era un verdadero pichón de pesadilla nocturna.

Es que la oscuridad no era mi lugar preferido. Me habían instalado una lámpara medio celestita, tipo broche, sobre la cómoda que había hecho papá. Tenía una bombilla verdosa, de baja intensidad. La verdad que generaba una penumbra espectral. La intención era buena pero la puesta malísima, y yo estaba cada vez más despierta y desolada. No sé cuánto tiempo aguantaba así, no creo que mucho. Pero lo suficiente para que mis padres, del otro lado, se durmieran y yo quedara completamente sola entre los contornos difusos de mi pieza. Cuando no daba más me levantaba y me iba a la pieza de ellos, sin hacer nada de ruido. Me paraba al lado de mami, callada. La miraba dormir y lloraba bajito. Drama, drama. O bien hacía algo de ruido, o lloraba muy intensamente o la conexión madre-hija era potente, no sé, la cosa es que muy rápido mamá se despertaba. Me la imagino abriendo los ojos y encontrándome ahí hecha un manojo de nervios que hace puchero. El 80% de las veces terminaba durmiendo en la cama grande, entre mamá y papá, la noche perfecta. En el otro 20% mami se levantaba y se acostaba conmigo hasta que me dormía. Y así sucesivamente. Entonces habló con la Señorita G. que no dudó ni un instante en el consejo: consíganle un perro.

Mami no quería saber nada con tener animales en casa. Vivíamos en un departamento muy amplio y confortable, con tres dormitorios, en un edificio de cuatro pisos, que era parte de un barrio con cuatro monoblocks. "Abajo" había mucho verde. Mis vecinas más próximas tenían perras inolvidables, no parecía ser complicado. Pero mami, que fue la última moderna, tenía un elevadísimo concepto sobre la higiene y la posibilidad no estaba en su horizonte. Hasta que las noches la agotaron y llegó la Negrita. Una perrita del montón, medio flaca con rulitos ralos, bastante chiquita. Me E N C A N T A B A :-) Veíamos la tele juntas, sentadas las dos abajo de la mesa. Eso es todo lo que recuerdo. Y su cucha. Una canasta de mimbre con un almohadón o telas, que estaba al ladito de mi cama, frente a la mesa de luz. El verde cambió de lado del espectro, ya no era una luz fantasmal, era la posibilidad de ver a la Negrita, con sus redondos ojitos negros mirándome en el medio de la noche hasta caer dormida. La paz nocturna había llegado para quedarse. Duermo como un tronco desde ese día.

La felicidad fue breve. Se acercaban las vacaciones. Enero se pasaba religiosamente en Santo Tomé, en la casa de la tía M. Patio, primos, pelopincho, las tres p del verano. Nos subíamos a La Internacional y veníamos a este otro mundo de calor, chicharras, Quillá, soda en botella y siestas en el piso. Entonces mis viejos hicieron el intento. La Negrita era un problema para las vacaciones. No la podíamos llevar porque en el micro no lo permitían. Tampoco podíamos dejarla sola. Iba a tener que elegir, o las vacaciones o la perra. Fue un poco cruel la estrategia pero dio resultado. La moraleja era sencilla: todo no se puede. Y se me aclaraba que dejarla sola era hacerla sufrir, lo cual es la pura verdad. Estuvieron bastante manipuladores papá y mamá... Yo tenía muy claro que mi momento preferido del año, depués de la navidad en Castelar, eran las vacaciones en Santoto. Me dio mucha mucha mucha pena, pero la dejé ir. Ella iba a estar bien, con alguien que la pudiera querer todo el año. Lo acepté sin berrinche, ni lágrimas ni nada. Mis padres no podían creer lo bien que había salido la jugada. Yo todavía no sé si elegí bien, es algo que no voy a saber nunca. Sé que la semana o el mes que la Negrita estuvo en mi vida (no tengo claro el lapso) fue un tiempo poderoso, de crecimiento, cariño, y también de desapego. No tengo ni una foto de ella.

Siempre le voy a estar agradecida a sus ojitos negros que me enseñaron a dormir.

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De adolescente hubo un segundo intento, y esa vez fui yo la que tomó la iniciativa. Estaba en primer año y por primera vez algo me daba verdaderos problemas en la escuela. Me refiero a ese universo incomprensible llamado álgebra. Mami buscó apoyo inmediato en la mamá de F., un compañero de la primaria. Era profesora de matemáticas y tenía alumnos particulares. Nos conocíamos bien (no sé si antes o después de las clases). Pasamos juntos una navidad. ¡Hasta me prestaron un piano! F. era un gran pianista, yo estudiaba guitarra hacía varios años y hacía mis pininos con las teclas en tiempo prestado en la academia. Recuerdo una foto con ellos, una polaroid, la única que tengo. La mamá de F. tenía una perrita preciosa, medio barbincha pero petisa, muy chiquita. Adorable. Había tenido cría, los cachorros eran más increíbles que ella. Idénticos.

Preparamos el plan juntas. El 27 de mayo llevé a casa una caja transparente con un enorme moño rojo y un cachorro estrictamente irresistible. El regalo de cumpleaños ideal. Mamá dijo no. Pero... No. Fijate que... No. ¡No lo puedo creer, si es... No, no y no. No sé si dio explicaciones, si me contó su aversión higiénica, su preocupaciópn por los tiempos que el animalito pasaría solo (papi trabajaba todo el día, ella atendía el negocio y yo había empezado el secundario) o las mil y un razones que habrá tenido para no aceptar vida como regalo. Ella, que hablaba todo, y respetaba, y consensuaba, y consentía, siempre, dijo no y no y no. Sanseacabó.

Se refirió a su cumpleaños como excusa, lo cual era completamente cierto. Yo quería un perro y lo había empaquetado con mucho amor. Volvió lleno de asombro a las manos de la mamá de F., igual que el piano, que no prosperó como instrumento entre las mías. No por falta de condiciones, sí por falta de pasión y sobre todo de disciplina. Algo se estaba abriendo en esa época, unas voces nuevas que me pedían otra construcción del mundo, inclusive del cotidiano. La frustrada experiencia perruna tal vez abrió en parte esa puerta. No sé. Lo que sé es que mi relación con las matemáticas quedó arruinada para siempre.

No hay más perros importantes en mi vida hasta el Pancho. Un salto que va de los 12 a los 50 años. Hay gatos, muchos, en el medio, pero ese es otro tema, muy parecido y muy distinto a la vez.

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Si lo hacemos lo hacemos bien: compremos una cucha. La web nos sedujo con una bola de plástico naranja, parece que térmica. Ya que va a estar en el porche que también decore. Aunque demoró en llegar, Pancho seguía ahí y se enamoró de su "nueva casa". Fuerte y fácil de limpiar. Con un almohadón que decoloró en el primer lavado (era del mismo rabioso naranja con lunares blancos) pero por lo visto super confortable. La pensión estaba completa, las rutinas asomaban despacio. Antes de cerrar la puerta a la noche, entreabrir la persiana para ver si está acostado el Panchito. Si hace frío si, seguro. Si no andá a saber dónde anda, vagueando por ahí. El tipo seguía entrando y saliendo a su gusto por el hueco del grata.

El Pancho.

El nombre lo trajo puesto. No sé quién lo bautizó, el barrio entero aceptó que esa cosa simpática se llamaría así y él lo aceptó respondiendo al llamado. Excepto si está peleando, cosa que ocurrió el 23 de noviembre de 2015, entre tantas otras veces, calculo. Pero esa no fue una pelea más para su curtido lomito. Esa, en un sentido insospechado, fue la pelea definitiva.

Era media mañana y se oyeron ladridos y gritos de perro. Ese llanto tremendo, inequívoco de dolor. Con nuestra pseudo tutela al pensionista no lo pensamos, salimos a ver qué pasaba. Dos casas más al oeste, en el patio del frente, en la casa que le había dado cobijo al llegar al barrio, el Pancho peleaba con otro perrito de su tamaño. La nueva dueña y su hijo trataban de separarlos sin éxito. Nosotras mirábamos con desesperación del otro lado de la reja, sin saber qué hacer. El otro perro estaba prendido de una oreja del pensionista y no la soltaba. No la veía pero imaginaba la sangre saliendo, el dolor del desgarro. Grité "¡agua!" en un intento inútil de sugerir una solución. Un siglo después el chico volvió con un vasito que no sirvió para nada.

No sé cuánto tiempo pasó. Fue un momento con atmósfera propia. Un tiempo burbuja, pegajoso, en el que se oye distinto y todo parece eterno. Hasta que un albañil que se cruzó de la obra de enfrente entró al jardín (apareció la llave de la reja) y aunque no hizo nada preciso el hechizo se rompió y los perros se separaron. Aunque el Pancho era del barrio en ese momento nadie lo dudó: S. lo tomó en sus brazos, pedimos un remis y lo llevamos directo a la veterinaria.

M. ya lo conocía. Ella es la doctora de cabecera de nuestros cuatro gatos (más uno de exterior) desde hace alrededor de ocho años. A Pancho lo había vacunado unos diez días atrás. Pero más que al perro, M. nos conoce a nosotras y supo qué decir: "es un perro grande, viejo, tiene entre ocho y diez años, ya no tiene los mismos reflejos. Esta vez la sacó barata porque fue con uno de su tamaño. Pero si no lo entran esto va a pasar todo el tiempo. Y va a ser cada vez peor. Si no quieren estar acá a cada rato por lo mismo lo tendrían que entrar".

Ese mismo día Pancho abandonó el jardín para pasar al patio. Atravesamos mansamente la casa con él a upa. Queda como en éxtasis al ser alzado, no se resiste, no se mueve, no ladra, se relaja completamente a excepción de la cola que suele mover con entusiasmo. Y nuestros gatos carecen de interés visual. Se supone que cuando lo pasamos verlo lo ven, y viceversa, pero nadie se pasa bola en esos traslados. Un punto a favor para la nueva configuración del ecosistema hogareño.

Y así llegó el Pancho al interior de casa y por más cursi que suene, al interior de nuestros corazones. En este más de un mes que llevamos pasando juntos hemos probado rutinas nuevas, paseos largos y cortos, únicos o repetidos. Le hemos lanzado palos, pelotas, discos, de todo, para verlo correr dircto hacia nosotras en lugar de hacia el objeto. Le compramos juguetes y golosinas que entierra siempre, y que intenta recuperar con poco éxito, como si olvidara los lugares que elije para sus tesoros.

La convivencia con la manada indoor no pudo ser pacífica, así que un sistema de telas metálicas y puertas abiertas o cerradas genera espacios auxiliares de encuentros bajo control. Ojalá algún día se acostumbren unos a otros. La inclusión tiene su precio y todos hemos tenido que ceder algo de espacio y tiempo para que Pancho se haga el suyo. A veces no es nada cómodo pero el lugar que se ganó en la familia es indiscutible. Puro vínculo, puro afecto.

Hicimos lo imposible por acondicionar el jardín del frente a su gusto y controlando el perímetro. No hay caso. Si queda adelante la calle tira, es más fuerte, y el tipo se las arregla de una forma u otra y sale. El herrero vino tres veces, cruzamos varillas que hacen imposible el pasaje entre las rejas. Con la primera maniobra creímos que era suficiente. Lo mismo con la segunda, y la tercera... Agregamos tejido plástico, ahora sí. No, tampoco. Es fácil tentarse y rebautizarlo Houdini. Pero mejor no. Claudiquemos. No al jardín y sí al patio, no al frente y sí al fondo. Pancho a secas.

En nuestra manada aceptamos lo dado lo mejor que podemos. Atrás las cosas funcionan bastante bien. Y no hay más llantos desde que su colchón quedó en el lavadero, bien cerquita nuestro, lo más cerca posible. Digamos que el tipo pasó de pensionista a tener monoambiente propio. Y lo disfrutamos. Enormemente. Es difícil aceptar sus lengüetazos después de la sofisticada y sutil experiencia con la rasposa lengua de los gatos. Pero además de asquete da risa y es parte esencial de su cariñoso pegoteo.

Escribo esto un domingo a la mañana, debe estar esperándome para que lo lleve a pasear. Tengo encima a la Cati, mi gata más vieja, de 12 años. Que también llegó a casa "de grande". Es fácil amarlos. Se siente bien. Simple.

Con ellos la oscuridad no es una amenaza. Es una invitación a hacerse un bollito y soñar.

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