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02. Feng shui


La lista es muy precisa. Son 52 semanas en el año por lo tanto hay 52 palabras (o frases) que disparan cada entrega. Hasta ahí todo bien. Lo curioso es que cuando la armé tenía una imagen un poco fantástica de mi identidad bloguerística, y no parece que vaya a coincidir con la realidad. Listé cosas que me interesan, sobre las que quería leer o investigar o conocer. Pancho ocupó el primer lugar con la idea de aprender sobre conductas y costumbres caninas y compartirlo. Ajá. Nada, pero nada que ver. Aunque fue una hermosa experiencia. Claro, qué viva, Pancho es mi perro. ¿Qué corno hago ahora con el feng shui del que no tengo ni la más pálida idea? Oh, semana dos, empezaron los problemas.

Escribo en un cuaderno. Miro la cabecera de la hoja donde me hice la prolija (como para hacer algo) y titulé 02. Feng Shui. El 02 está un poco deformado y con un golpe de vista rápido puede confundirse con "DR". Ajá. DR. Feng Shui, pinta para ficción. Enseguida la cara de un Max von Sydow chino llena mi cabeza, en su caracterización del Emperador Ming para Flash Gordon. ¿Qué hago, un cuento? ¿Con un sueco transformado en chino como protagonista? ¿Un extranjero que quiere aprender acupuntura pero termina obsesionado con bigotes mongoles? Cobarde, cobarde. La ficción es una aventura, no un refugio para bloggers indecisas.

Miedo te da abrir tu corazón a lo desconocido y tu palabra al viento. Si, claro. Viento y agua. Es lo que dice la Wikipedia que feng shui significa. La hija idiota de las enciclopedias que las terminó fagocitando a todas. Viento y agua ya es un gran comienzo. Sin hacer siquiera una mención a "la ocupación armónica del espacio", el tema de la foto. (Mentira. No hice otra cosa hasta ahora más que pensar en cómo ocupar consciente y armónicamente este espacio. ¿Lo lograré? Jamás lo sabré si no lo intento).

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Mi experiencia como espectadora de cine es temprana, continua, amorosa. Casi podría decir que se inscribe en un linaje, una tradición de la que soy depositaria y que reproduzco con admirada ignorancia. El contexto no puede ser más diferente, sin embargo se podría decir que cumplo con el sueño de mi abuela. (Nota mental: me estoy yendo por las ramas y "abuela" ¡está en la lista! Mejor guardo esa historia en la bolita de energía. Ya llegará el momento. Y cuando llegue, en la semana __ (completar lo que corresponda) lo voy a linkear ACÁ). ("Sidenote" dicen los ingleses, lindo concepto. "Nota al margen" no es tan representativo, muy largo). (Cobarde, cobarde, se supone que estás hablando de cine para hablar de feng shui. ¡Foco!).

Según mamá la primera vez que fui al cine fue a los cuatro años. Me llevaron a ver Fantasía. No me gustó del todo la cosa parece, y en un momento exploté en llanto. Es difícil de precisar, ya no hay contacto directo con la fuente (mami, te extraño todos los días). (No hay contacto verbal, contacto directo hay y habrá siempre, y no hablo sólo del ADN). (Está visto que esto será un abuso del paréntesis, intentemos proseguir). S. reconoce al instante el momento del que hablo y me dice que en el momento espeluznante es "Una noche en el Monte Calvo" lo que se oye. La mismísima Wikipedia aclara que en la película de 1940 esta música se utilizó como representación del mal, parece que no estaba tan errada. Mi joven sensibilidad audiovisual se saturó, lloré a los gritos hasta que me sacaron de la sala. Las promesas de honguitos danzantes o hipopótamos adorables no surtieron efecto.

Este es el antecedente directo de mi más espeluznante percepción del viento, que llegaría poco tiempo más tarde y también desde la pantalla. Esa vez fui solamente con papá, a ver El Mago de Oz. ¿Cuánto tiempo demoran en desatar el tornado? "Vamo, vamo, vamo, vamo, vamo." Había que salir inmediatamente de esa caja oscura hecha para asustarme. Papá apeló a argumentos parecidos a los de mami aunque más precisos aún, en un ratito termina. "No no no no vamo vamo vamo vamo". Y salimos. No toquen mi Chi, mi Qui. No arruinen mi energía, no me la desparramen.

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Me quedaba en una esquina acurrucada. Trataba de concentrarme en las líneas naranjas y verdes que formaban flores, aunque desde esa perspectiva era poca la atención que podía prestarles. Solamente veía la avispa. Creo que tomaba agua mientras yo me paralizaba en el ángulo opuesto, hundida hasta las orejas, callada, expectante. Una verdadera experiencia tropical para la nena de Morón (a veces el Amazonas puede caber en una pelopincho).

No sé si antes o después del recuerdo santotomesino otra pileta complicó mi relación con el agua. Otra vez es el recuerdo del recuerdo de alguien más, un relato sobre el relato. Un peligro mucho más real que la visita de una avispa sedienta. Tiene que haber sido en un club, o en el camping de algún sindicato. Mallita azul, pelito atado, abrazada a mamá con gorra en la pileta grande. Eso sí es sensación de primera mano. Agarrarme fuerte a la piel resbalosa por el agua. Siempre con un toque de fascinación y temor, el agua marcando un límite y proponiendo un universo nuevo, motor de ansiedad. En un descuido, un tropiezo, una distracción, andando o sentada, no sé, lo cierto es que me caí. A la parte honda. Un pasito en falso y el silencio, supongo. Imagino la luz alejándose, la lentitud de la deriva del cuerpo trastornándose, hundiéndose sin remedio ni madurez para reaccionar. Hasta que el brazo de papi entró al agua sin mucho preámbulo: se agachó en el borde y metió la mano para agarrarme de los pelos. Y me sacó. Lo que se dice un verdadero hito socorrista en la vida familiar.

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El agua puede tener la densidad del hormigón. Mejor no dejarse llevar por su actitud transparente y frágil. Cuando se lo propone no sólo arrasa en su devenir, aplasta. Tenía 17 años y quería estudiar educación física. Amaba los campamentos, la vida en la naturaleza y el handball. Los mejores momentos de mi vida los había pasado ahí y era una decisión natural querer instalarse para siempre en la felicidad. Contravenía todos los pronósticos: ¿la gordita traga profesora de educación física? Ni un gol en todos los partidos de intercolegiales, ni uno solo, pero era el espíritu del equipo. Un típico caso de 100% actitud y nada más que actitud.

Entre los múltiples obstáculos que debería sortear para llegar a la meta (la actitud necesitaba apoyo urgente) la natación era uno de los principales. Tenía que nadar en el ingreso y mi experiencia era minúscula. Después del terror a las avispas y la sacada de los pelos mi experiencia en el agua había sido muy feliz durante la colonia, siempre y cuando mis pies tocaran el piso. Como niña respetuosa cumplí con los deberes y fui capaz de nadar un ancho en la parte honda, pero alejarme del borde me daba un susto total.

Tenía muy clara mi debilidad así que me anoté en una pileta cubierta para aprender a nadar bien, con tiempo, dispuesta a detener todo aquello que quisiera detenerme. El instructor me daba una serie de indicaciones y me dejaba sola. Yo cumplía a rajatabla sin el menor disfrute, pero iba y venía de una punta a la otra pegada al borde. Con un poco de perseverancia hasta podía hacer un papel digno. Un día el instructor decidió que aprendiera a saltar del trampolín. No me hizo la menor gracia. No lo necesitaba para el ingreso y el sabor de la aventura definitivamente para mí no pasaba por el agua. No había ninguna razón para que lo hiciera, excepto que él era mi instructor y yo no había dejado nacer aún mi vehemente resistencia a la autoridad. Tenía que hacerlo porque él lo decía. Del trampolín bajo, el de 3 metros. Me podía tirar parada, ni siquiera me pedía que lo hiciera de cabeza. Una delicadeza didáctico pedagógica de su parte.

No me acuerdo de los escalones, pero por algún lugar tuve que subir. Mi película interior hace elipsis y me pone en la punta del trampolín, directo al lugar del gran salto. Estoy quieta. Es curioso como la propia tensión se contagia al aire, se siente tan tenso que podría cortarse en rebanadas. El instructor toca el silbato, espera mi respuesta. Yo sigo quieta. Lo miro de reojo, transpiro un poco frío. Suena el silbato de nuevo. Nada. Suena una tercera vez. Lo miro directo a los ojos esperando su absolución. Me responde con un gesto de insistencia y un cuarto pitido admonitorio. No lo pienso, trago todo el aire que puedo, me tapo la nariz y salto.

Insípida, incolora, inodora. Mentira. El olor a cloro entra junto con la presión del descenso. Lento y viscoso. Un celeste grisáceo invade todo y sigo bajando. Fueron tres metros por aire y llevaré otros tantos por agua, yo, que según el zodíaco soy una persona de fuego con ascendente en tierra. Sigo mi intenso viaje que haría palidecer al mismísimo Jacques Cousteau y siento que el aire se me termina. El miedo te quita paciencia. Es probable que haya estado muy cerca del fondo a esa altura, un envión en el piso era todo lo que necesitaba para volver victoriosa a flote. Pero yo no perseguía ninguna victoria, lo único que quería era respirar. Entonces me equivoqué.

Me empecé a mover como una maniática, esperando que la fuerza que me chupaba hacia abajo me soltara de una buena vez, voto a Newton. La técnica era bastante heterodoxa, un poco espasmódica. Cometí el último error de la jornada y levanté la vista, como si de esa forma pudiera encontrar más rápido la salida: tenía un colchón de agua arriba de la cabeza. Nunca lo sabré, pero si mi fisiología lo permitió, debo haber llorado en ese momento. Me agito ahora mientras lo escribo. ¿Cuánto faltaba, medio metro? ¿Un metro? ¿Cómo tan poca distancia puede separar dos universos?

El terror me dio un impulso adicional. Algo cambió mis movimientos de espástica o tal vez llegué a destino, la cosa es que de pronto saqué la cabeza del agua. Antes de volver a hundirme, por supuesto. Eso me enojó terriblemente y activó mis brazos como las paletas de un ventilador. Tenía que salir de ahí, de ser posible YA. Tuve una segunda oportunidad, otra vez mi cara sintió el fresco del aire y mientras tomaba todo lo que podía hice contacto visual con el instructor. Estaba de short y campera. Se abrigaba porque estábamos en una pileta climatizada, pero en pleno invierno. Yo me preparaba para ingresar al profesorado mientras terminaba el secundario. Sola, después de haber cumplido con la escuela. Me esforzaba mucho porque tenía un sueño que cumplir. Y me estaba ahogando.

El instructor estaba parado en el borde con todo el cuerpo tenso, sacándose la campera. Tan inclinado hacia adelante que parecía a punto de tirarse. Pero me vio. Y vio que lo vi. Soltó el cierre y me mostró el camino de salida: braceó frenético en el aire, un batido de brazos, mientras me miraba vehemente. No era la mirada autoritaria que me arrojó al vacío. Era otra cosa. Algo más primitivo. Una comunicación más primordial. El mensaje llegó fuerte y claro: nadá. Mis paletas ventiladoras cambiaron a modo motor fuera de borda. Mis desquiciadas brazadas me llevaron por fin hasta el borde. Amado borde. Agarrada a ese pedazo de pared sentí cómo la tierra entera volvía a dibujarse debajo del agua que estaba debajo de mis pies.

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"El feng shui (literalmente viento y agua) es un antiguo sistema filosófico chino de origen taoísta basado en la ocupación consciente y armónica del espacio, con el fin de lograr de este una influencia positiva sobre las personas que lo ocupan. Es parte del llamado shenmiwenhua (神秘文化 - conocimiento misterioso) de la cultura china, que trata sobre cosas misteriosas, secretas e imposibles de ver. Su territorio de acción se sitúa en la frontera de dos mundos: el de la tierra –denominado ken kai–, visible y físico, y el del cielo –denominado yu kai–, desconocido, invisible y vibrátil".

El segundo paso del año está dado. Creí que en esta semana iba a aprender secretos para acomodar muebles y sentir la dicha recorriendo los rincones de la casa. En su lugar un viento fresco puso algunos recuerdos en orden: recuperé la armoniosa imagen de mi dormitorio que encabeza esta página y dejé que el agua de la vida se revuelva en una pelopincho, en la que papi puede sacar pescados gigantes y yo me divierto a caballito de la espalda mojada de mamá.

La verdad que no está nada mal.

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