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03. Violín

La culpa es de New Orleans. Quiero aprender a tocar el violín y puedo culpar a una ciudad entera. Es lo que tienen las asociaciones, su libre delicadeza o brutalidad son genuinas. ¿Qué palabra detrás de la palabra la cadena empieza? Muy pero muy indirectamente se podría decir que quiero tocar el violín a causa del Katrina. Y de la televisión, de la que me enamoré en el 2008. Nunca pensé que algo así podía pasarme.

Cuando era chica tenía una calcomanía pegada en la pared de mi pieza. La había puesto al lado de la llave de la luz. Ahí abajo había espacio libre, el resto de la pared estaba ocupado por el roperito que hizo papá. A ese lugar iba a parar el televisor cuando la situación lo ameritaba. La única pantalla, monocroma, de la casa. Marca Zenith. Era liviana, la palabra pulgadas ni siquiera estaba en mi vocabulario, montada sobre una mesa con rueditas que la hacía de fácil traslado. Teníamos un alargue de aquel cable negro, ancho, plano que se empalmaba con unas fichas blancas, chatas. Quedaba extendido en el pasillo cuando la tele iba a parar a alguna pieza, casi siempre por enfermedad.

La calcomanía coronaba ese lugar de la habitación. Había venido con la revista Gente. Era verde y amarilla. Decía, grande, “TV es cultura”. Y abajo, con letra más pequeña “me aburre, la apago y leo libros”. Tan chica y ya atrapada entre apocalípticos e integrados. Me encantaba leer, así que cierta gente alentó esa mirada parcial de lo alto y lo bajo con papel engomado, y yo adherí. Hasta Twin Peaks, que tomé como rareza y excepción. Pero llegó el siglo XXI, el boom de las series americanas y la descarga por internet. A la cultura popular me integré mucho antes, afortunadamente. Es algo que le debo a S. y su extraordinario gusto, ecléctico por antonomasia. Libre. Como la asociación que me trajo hasta acá.

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La música ha sido siempre una parte fundamental de mi familia, en la que los músicos no abundaron. Sacando a la tía P., hermana mayor de mami y pianista, creo que la única que anduvo toqueteando algún instrumento por un tiempo fui yo. Sin embargo, si la música no hubiera sido tan importante mi familia ni siquiera se habría configurado. Para explicar esto debo remontarme a una noche de 1949. Supongo que algo calurosa. O con el fresco exacto que da estar al borde del río cuando cae el sol. Como este es un relato fundacional siempre fue uno de mis preferidos. De repetirlo tanto en la cabeza (después de las charlas alrededor de la mesa) las imágenes se estabilizaron y vuelven con la misma intensidad y brillo. Como si hubiera estado ahí. Cosa que por supuesto no fue así. Aunque de algún modo mágico e incierto, por supuesto, sí lo fue. Ahora me doy el lujo de regresar a una verdad que tiene de cierto tanto lo real como lo que mi memoria haya inventado.

Los dos tenían 22 años. Él vivía en Santa Fe. Era flaco, portaba bigote con mucha elegancia, tenía un traje blanco que era su preferido. Esa noche (o tarde, no sé, en aquella época se hacía todo muy temprano) iba a ir a bailar a Santo Tomé con sus amigos. Lo mismo que haría, con sus amigas, ella, la que se miraba al espejo muchas veces y quedaba conforme (sabía que tenía “arrastre”). Eligió especialmente una blusa de broderie blanco, con unos lazitos de cinta celeste en las mangas. ¿Todavía las madres acompañaban a sus hijas al baile? ¿Habrá estado esa noche ahí mi abuela? El club daba al río Salado, a metros de la bajada del puente. Sacando su ubicación, todo lo que imagino del espacio es puro invento. Cuando la historia se contaba importaban otras cosas. Creo que lo más importante era la pista de baile, pero me gusta sumar el aire de río a cada rincón de la noche. De chica siempre me impactó la expresión “foxtrot”, uno de los ritmos preferidos de mamá. Digamos que eso sonaba, y que lo hacía interpretado por la orquesta en vivo.

(Tiene algo de sacrílego asomarse así al equivalente personal del big bang).

Me pregunto por la temperatura de esa noche y decido que estaba hermosa. Ellas estaban sentadas en grupo, ellos las miraban desde lejos. Un amigo de papá destacó la espalda de una, vestida de blanco, le brillaban las hombreras. Y decidió sacarla a bailar. Carlos (decir papá es muy prematuro en es momento, aunque correcto) tenía un humor bonachón, sencillo. Lo quiso jorobar y tomó un camino más rápido a la mesa, para ganarle de mano. Es decir, llegó a ciegas a pedirle el baile a la chica de la blusa de broderie, sólo para fastidiar a su compadre y hacer reír a la muchachada.

Me la imagino levantando la vista, encontrándose con los ojos de él por primera vez. Lo pienso a él sorprendido, cazador cazado, capturado en medio de una broma. Cada vez que lo contaban se podía sentir que fue algo mágico. La música, que debe haber sido omnipresente, no aparece. El que podría haberse transformado en “su tema” para siempre no tuvo registro. La armonía parecía haberlos tocado con su varita a estos dos, que no escuchaban otra cosa que el impacto de conocerse.

El flechazo condicionó a los muchachos, los días por delante serían con baile en Santo Tomé. Ya no había carreras entre las mesas, ella lo esperaba, él la buscaba. Hasta que el coraje, y bastante preparación supongo, llegó en medio de una pieza: “hace veinte días que la estoy queriendo”. Fusión nuclear. Era el 8 de enero de 1950. No sé qué música sonaba, pero podrían haber sido violines.

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Yo no estaría acá escribiendo si no hubiera sonado esa música desconocida, pero el violín no habría llegado a mi lista si no hubiera visto Tremé, la serie de David Simon, el creador de The Wire. Un estupendo relato de la New Orleans posterior al huracán Katrina. Y en Tremé está Lucia Micarelli, que personifica a Annie Talarico, y para mí fue un flash. Porque yo no sabía que el violín podía ser tocado de esa manera, creí que era algo destinado a la música orquestal. No es ese el estilo de New Orleans, lugar del jazz por excelencia, con la mayor densidad de músicos por baldosa de la que se tenga constancia. Y ahí este personaje hace lo suyo, con el jazz, o el folk, o el creole, en la calle, en los pubs, los dormitorios, las cenas distinguidas, los estudios de grabación. Lo hace el personaje y lo hace la actriz, que es violinista y cuando actúa de violinista dudo que actúe. Es. Y es extraordinaria. Qué manera de sonar.

Algunas de esas cadencias me acompañaron durante mi infancia. Porque si bien tenía mi repertorio dedicado (ya dejé un documento visual con un álbum de Palito Ortega) estoy casi segura que escuché más a Frank Sinatra que a María Elena Walsh. Y a Benny Goodman que al Topo Giggio. Tenía LPs de ambos, y los escuchaba mucho y cariñosamente. Pero para mis padres, de la generación que creció alrededor de la radio, la posibilidad de tener “el combinado” en casa era como traerse la atmósfera en la que se habían conocido.

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No sé la razón. Hay una foto en la que tengo una de juguete, no luzco feliz precisamente, de hecho estoy bastante pálida y tengo mucha cara de dormida. En la siguiente aparece el instrumento de verdad, es unos años posterior, y se me ve muy profesional poniendo los dedos en cualquier lugar como si supiera. Lo que sé es que a los 7 años me regalaron una guitarra.

El regalito venía con lecciones incluidas. Creo que empecé enseguida, no recuerdo haber maltratado mucho las cuerdas. Me anotaron en la Academia Mozart que dirigía A.B.O. de J., más conocida como la Señora de J. Me acuerdo del vidrio de la puerta del garage por el que entrábamos, un gran espacio para albergar a un gran auto que conducía un gran hombre (lo digo por su tamaño, aunque siempre que lo veía me saludaba muy amablemente y eso era una señal de grandeza para mí. Yo había aprendido a saludar y lo hacía con mucha consideración y cortesía. Cuando no me devolvían el saludo SABÍA que era porque era chica y nada más que por eso. Me hacía hervir de rabia. Sidenote: si un chico saluda hacer el favor de contestar, de lo contrario puede estar incubándose un monstruo urbano).

El Sr. J. me saludaba, si lo veía, en el garage, que una vez atravesado daba paso a la Academia propiamente dicha. ¿Dos ambientes a los que se les había tirado la pared divisoria? Probablemente. Se entraba primero a un sector en el que estaba el piano donde tomaba lección la Sra. de J. Los pianistas se desplegaban sobre las teclas y los guitarristas usábamos el atril del piano. Pasábamos uno detrás de otro y ella seguía sentada ahí, imperturbable. Era grande, muy grande. Ahora no hablo de tamaño ni de grandiosidad. La Sra. de J. era tan grande que hasta parecía mayor que mi mamá. Era seria, y al principio daba un poco de miedo. Tomaba lección en TODAS las clases. Después te daba tarea nueva, te explicaba los próximos pentagramas y los rendías a la semana siguiente. La otra sala estaba ocupada por una gran mesa. Alrededor de ella nos sentábamos entre cinco y seis estudiantes de todas las edades. Casi siempre chicos, a veces algún adolescente. En la cabecera más alejada había espacio entre la mesa y la pared. Era el lugar de A., la hija de la Sra. de J. Si estudiabas guitarra o acordeón a piano te podía llegar a tomar ella.

Estamos en 1973. La didáctica musical todavía era repetitiva. No sé si ya había experiencias con la audioperceptiva, sé que a la Academia Mozart no habían ingresado. Acá se repetía, se aprendía de memoria. En la mesa había muchos cuadernos desparramados, cada cual buscaba el que le correspondía. Primero preparatoria, primero final, segundo preparatoria, segundo final. Le llevabas el cuaderno a A. que te decía hasta dónde tenías que copiar. Eran preguntas y respuestas. ¿Qué es la música? Es el arte de combinar los sonidos. ¿Cuánto vale una redonda? Una redonda vale dos blancas, cuatro negras, ocho corcheas… Y así.

Era bastante contradictorio porque en la escuela pero por sobre todo, mamá en casa, insistían en que no tenía que estudiar de memoria jamás, sino comprender y analizar para aprender. Digamos que tuve una educación antagónica en la que tomé partido por lo que decía mami y sufrí estoicamente mis años de clases de música. Copiar, aprender de memoria, repetir en voz alta a la clase siguiente.

Y estaban los deberes. Cuadernos enteros llenos de pentagramas en los que había que copiar a veces y resolver tipo acertijo en otras. El sistema le daba resultado a muchos, tuve compañeros que son excelentes músicos y la dedicación y entrega de A. y de la Sra. de J. era innegable. Tenían una severidad cariñosa que nos ponía a todos a trabajar. Lo mejor era la práctica con el instrumento, la clase siempre personalizada, el resto era aburrido y tedioso. Pero era divertido estar ahí con chicos como yo o con gente más grande, cada uno en su nivel, tocando el piano, la guitarra, sin parar prácticamente durante toda la hora. Y había gente que tocaba muy bien, entonces mientras copiabas en la mesa tu teoría, o recitabas el sempiterno DO-O-O-O, o hacías los deberes, escuchabas alguna pieza avanzada y el cielo se abría.

Lo mejor de esa época era escuchar tanta interpretación en vivo, crecer con ella. El botín que me traje a la vida adulta, después de una vuelta un poco enredada, es una fina memoria sonora. Cultivada así porque sí, silvestremente. Es una de mis habilidades inútiles. Puedo escuchar algo y detectar un par de frases o acordes que me suenan a otra cosa, seguro que lo descubro. Puedo decir, esto que suena acá ya sonó allá. No sirve para nada pero me llena de asombro.

También aprendíamos canciones, esa era la parte recreativa. Folklóricas. Los deditos tomaban fuerza y se avanzaba. La Sra. de J. me veía mirar a los pianistas cuando tocaban, me gustaba y me intrigaba lo que hacían. Un día empezó a enseñarme en secreto. Por fin, creo que para el cumple de mami, tocamos a cuatro manos. Yo tocaba DOOO (dos, tres cuatro), REEE (dos, tres, cuatro), MIII (dos, tres, cuatro). Todo lo demás lo hacía la Sra. de J. Me gustaba, se oía muy bien, y yo hacía una parte. Por supuesto, mami lloró de la emoción. Me becaron, así que empecé a estudiar también piano. Para practicar me quedaba una hora más en la Academia. No. En la casa. Porque iba “adentro”, al salón dende había dos pianos más y al que entrábamos sólo un par de veces al año para rendir examen.

Poquito a poco el sistema me agotó. Tenía grandes ventajas, como por ejemplo ir a un asalto (las chicas la comida, los chicos la bebida), escuchar por primera vez a Sui Generis, aprender la letra de un tema, volver a casa y sacarlo con la guitarra para terminar el día cantando sola Mariel y el Capitán. O cantar en los actos de la escuela, como aquel para el día de la madre en el que me concentré tanto que me emocioné, y terminé haciendo llorar a todas las mamás presentes que pensaron que yo era una triste huerfanita. También siendo muy chica me paré en un escenario y canté sola, con un ponchito al hombro, “Qué bonita va” delante de cientos de personas.

Pero no. Era un esfuerzo desproporcionado. Contrario a mi naturaleza analítica y juguetona. Me enamoré de la música como casi todos por cualquier vía, pero no de los instrumentos ni de la interpretación. Y crecí. A los quince no quería saber nada de nada, en tercer año di un vuelco que para los que me conocían íntimamente fue como si me hubiese pasado al lado oscuro. Al lado de mi corrección constante estaba hecha una heavy. Así que me planté y dejé. Después de prácticamente ocho años de estudio. El piano lo abandoné mucho antes, incluso habiendo tenido en casa uno prestado. Me debe haber ayudado entrar al secundario como excusa.

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La guitarra se trasladó de los salones de la academia al fuego de los campamentos. Recorrió un camino largo, sinuoso, ayudada por la guía de acordes de la revista Canta Rock y los vientos de la primavera democrática. Mi formación me permitía sutilezas como la de tocar “Ojalá” de Silvio Rodríguez sin dificultad. Esos momentos eran mágicos y se parecían mucho a lo que me imaginaba del amor, aunque eran sobre todo, desde mis dedos, amor al anhelo del amor. Cuando salté de mi etapa verde a mi etapa roja (de los campamentos y el profesorado a la militancia en el hall de la facultad) la guitarra se debe haber caído en alguna parte. Un agujero negro. Su momento había pasado. Ahora me gusta imaginarme que ardió en alguno de aquellos magníficos fuegos. Metáfora mediante, así fue. No volví a tocar.

La música transmigró a las cintas y se instaló en el walkman. Antes de salir de casa lo primero era cargar una media docena de cassettes y ponerme los auriculares. Hasta que pude comprar un buen equipo en quince mil cuotas y me empezó a gustar más que todo sonara ahí, en el aire, como cuando hacía los deberes en la academia. Los años pasaron y me dieron ganas de hacer otro intento. Quería reciclar tanta cosa de alguna manera, aunque no supiera bien con qué instrumento ni para qué. Me anoté en el Instituto de Música pensando en la flauta traversa, y en la composición. Tenía tiempo para decidirme. Ahí me encontré con todas la fallas y los aciertos de mi formación. No estaba en las mejores condiciones, pero tampoco estaba tan mal. Arranqué con ganas, pero me cambiaron el horario en el trabajo y me arruinó la cursada entera. Lo tomé como una señal. Aparentemente lo mío sería escuchar.

Además del oído finito y la memoria sonora, los años en la academia me dejaron algo intangible que soy feliz de recuperar seguido. Me refiero a un cierto sentido del ritmo, que aplico en muchas esferas y no puedo explicar más que por haber pasado tantas horas entre teclas y cuerdas siendo una nena. Creo que ese fue mi mejor aporte a las puestas en escena de las que participé. Y es la misma fuente de la que surgen pausas o giros cuando escribo. Como si la bondadosa sonrisa de la Sra. de J. me alentara a buscar el orden de las cosas con disciplina y naturalidad.

Ahora ando con ganas de tocar el violín, pero eso es por culpa de Annie Tee. Tal vez lo mejor sea aflojar con el entusiasmo e intentar sonar como ella mientras escribo. Los violines de mi big bang estarán presentes igual que el Salado, cuya costa bordeo cada vez que salgo a caminar. Ahí descansan las cenizas de mis padres, justo enfrente del lugar donde se conocieron. Yo me sostengo en aquel flechazo y sigo viaje.

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