04. Huerta hidropónica
La verdad de la milanesa es que de “huerta hidropónica” no sé absolutamente nada. Pero nada de nada. ¿Por qué está en la lista? Porque me propuse saber, y si mi proverbial falta de habilidad en el mundo práctico me lo permitiera, tener una. Hacerme cargo de ella. Me sale decir construirla, pero me parece una palabra inadecuada para una huerta. Tanto hincapié en la responsabilidad propia viene porque mi casa tiene un estupendo jardín y un hermoso patio, con frondosas plantas que vi crecer desde chiquitas, pero la mano verde es S. Yo corto el pasto y si toco tierra corro a lavarme las manos. Es un poco vergonzoso. El lado oscuro de mi amor por la naturaleza, como si tanta belleza y vida pugnando estuviera ahí para ser observada y no compartida. Algo de eso hay, de tendencia contemplativa y quietud desde siempre en mi, que deriva en pereza a velocidad crucero. Puede tener que ver el hecho de haber crecido en un departamento, al que voy a llamar “mi casa” hasta el día que me muera, supongo. Era un lugar muy hermoso, rodeado de espacio y plantas, tan chiquitas como yo. Dicen los que me conocen que llegué ahí a los ocho meses. Antes tuve una breve estadía en Capital Federal, como le decíamos entonces, y por esas cosas del destino llegué al mundo con el cartelito de porteña. De los ocho meses a los 23 años el conurbano bonaerense me recibió con los brazos abiertos y el oeste, donde está el agite, me cobijó. Morón. Villa Tesei para ser precisos (me entero por la Wiki que desde 1994 pertenece a Hurlingham, pero eso no me pertenece a mí). Edificio B, departamento 1. Lo aprendí a decir de chiquitísima, algún recaudo cabrerístico por si llegaba a perderme. El mejor lugar del mundo. Lleno de amigas y amigos, la cuadra vertical. Ir “abajo” tiene una connotación poderosa para los adultos que fuimos niños en edificios. Se baja a la alegría, a la libertad de ser entre todos.
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Como este blogario viene de blogorias, y como sigo sin invocar a San Google para que me alumbre sobre la hidroponicidad de las huertas, el plan es deshidroponizar el concepto y pegar un viaje mnémico hacia verdura y niñez. (Puf. Todo un esfuerzo mental este. ¿Con qué necesidad? ¿Lo pide el relato? ¿La idea de ese otro ahí, testigo de mis devaneos? ¿Es una introducción necesaria? ¿No es aún más molesto que pregunte todo esto? ¿No estoy a punto de lograr aburrirme a mí misma? Basta Norma. Sé honesta. Abrí tu corazón. Contá la historia de la berenjena.) Corría un año de la década del 70. Más cerca del principio que del final. Veraneábamos en Santo Tomé. El tío J. estaba vivo (falleció muy joven). Lo quería mucho. Me ponía nerviosa porque sacaba monedas de mi oreja. Me encantaba que hiciera magia, pero se burlaba de mí porque no era capaz de entender el truco. Tenía un coche enorme, muy grande, de los viejos, de esos coches negros que en comparación con los actuales uno diría que la gente entraba parada. Pues el día de esta historia subimos todos al auto y nos fuimos de paseo. Mi mente dice que fuimos a Cayastá (no tengo ninguna seguridad de que el viaje de la berenjena y el de Cayastá haya sido el mismo, pero en mi cabeza están unidos y así quedarán). Las ruinas de Cayastá son las de Santa Fe la vieja, primer emplazamiento de la ciudad. Fue puesta mediáticamente en el mapa hace poco a raíz de un policial de morondanga que trajo prófugos hasta sus tierras. “Yacastá” decían algunos periodistas porteños desprevenidos, mientras yo conocía la comuna a una edad que va entre los cinco y los diez. Muy impresionante la vista cenital de los esqueletos desde la pasarela que exhibía las excavaciones. Muuuuy impresionantes. Pero lo más importante en el enfoque de esta evocación es el viaje de vuelta. Ahí estábamos, en el auto, un “todos” indefinible. Mamá, papá y yo casi seguro, como la tía M. porque ella cumple un rol en la historia y la recuerdo. El tío J. también, porque manejaba su coche. Podrían sumarse la tía P. y mis primos M.S., D. y G. ¿Cinco adultos, una adolescente y tres niños en un auto? Era grande, pero quizás exagero. Basta de imprecisiones. Hay algo que recuerdo muy bien y es lo que importa: el puesto de venta de verduras en el medio de la ruta. Así de la nada como lo cuento, así de la nada en el camino apareció. Ruta solitaria, sólo nosotros en ella. De un lado, campo, del otro lado, campo. La pampa en su esplendor. Y más allá de una de las banquinas, antes de llegar al alambrado, el puesto. Repleto de mercadería, cosechada no muy lejos supongo. Con un toldo que la protegía del sol. Paramos. Mi familia no tenía nada previsto para la cena y el trecho de vuelta era largo así que bajamos a estirar las piernas, las criaturas a explorar y los adultos a comprar. No contábamos con el vacío que nos recibió: en el puesto no había nadie. Absolutamente nadie, lo mismo que en la ruta. Solos, nosotros, el auto y las verduras. El tiempo detenido como insinuando un purgatorio. Irreal. Llamaron. Gritaron. Hicieron señas en dirección a lo que parecía una casa en el medio del campo. Nada. Y entonces, no me pregunten cómo, pero al unísono, mi familia se transformó. Pasaron de ser unos apacibles y cálidos viajeros a saqueadores seriales en un segundo. Se pusieron a cargar frenéticamente verdura en el auto. Cada uno que pasaba cerca mío me decía “vos no toques nada”. Un poco confusa la ética familiar de ese día, pero por lo visto la pureza de la niñez había que preservarla. A mí el mal ejemplo me daba unas ganas bárbaras. Quedé hipnotizada frente a un cajón de berenjenas. Era la primera vez que veía eso y no tenía la menor idea de qué se trataba. Tan violeta oscuro. Tan lustrosas. Tan brillantes. El “vos no toques nada” se repetía al infinito en mi cabeza, con todas las voces familiares jugando al eco. Pero no aguanté. Eran muy hermosas… ¡y todos agarraban algo! Robé una. Enorme (recuerden que sufro de graves problemas de escala sobre aquella época). La escondí debajo de la remerita, en la panza, puse las manos encima. Me escabullí hasta el auto tratando de que nadie me viera. Lo logré, pero el mérito no fue mío, estaban demasiado ocupados actuando a toda velocidad, con terror de ser vistos. En alguna charla posterior recalcaban que habían tomado sólo lo que necesitaban para la cena, a quién se le ocurre ofrecer un servicio y no brindarlo. Nadie decía nada de la bolsa de choclos, el trofeo secreto. Volviendo al auto, una vez puesto en marcha tras “el golpe” lo que se vivía era pura euforia y adrenalina. A toda velocidad hacia la casa de los tíos, el ambiente era todo alegría, excepto por mí. Estaba aterrorizada. No había hecho caso. No sabía qué era eso que apretaba contra mi panza. No sabía qué iba a pasar, o mejor dicho, intuía que me iban a descubrir en cualquier momento. Y así fue. Me vio la tía M. “¿Qué tenés ahí?”. Muerta de miedo saqué “eso” y se lo di. Tenía ganas de llorar, y mucha vergüenza. Me retaban muy poco y de castigos no sabía nada, esto era lo peor de lo peor que había hecho y no podía ni imaginar lo que se vendría. Entonces escuché el veredicto de la tía: “¡Pero mirá qué hermosa berenjena! ¿Y una sola trajiste? ¿Por qué no agarraste más?”
No sé si lo pensaba a ciencia cierta o si fue su manera de quitarme culpa. Me dejó confusa y a la vez agradecida. Fue un episodio muy argentino.
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Un cultivo hidropónico se desarrolla en agua en lugar de tierra. Y sí, lo de hidro era bastante alcahuete. Lo de pónico te la debo. El agua recibe un pack de nutrientes preparados para la ocasión, así la planta no extraña nada de nada, y se cambia una vez por semana. Parece formar parte de una rebelión verde urbana, porque con sus características encaja perfecto en balcones y terrazas. Porque ¿a quién se le ocurre cambiar tierra por agua y hacer que todavía prosperen las cosas? Creo que a los chinos o los japoneses, no es una práctica nueva.
Mi investigación, sinceramente, fue mínima y se nota. Una sola y breve visita a San Google. A “huerta hidropónica” sumé “vertical”. Era una de las opciones sugeridas. La elegí porque el interés en el tema vino a raíz de una gran pared limpia, a disposición, en el patio. Me la imaginé llena de verde y la idea me encantó. Me imaginé que de eso verde que podía estar ahí colgado salían cosas comestibles y me gustó más aún. No es un mal proyecto, para nada. Parece muy práctico y eso, si va a estar en relación conmigo, se agradece. Porque la practicidad no es mi fuerte. Adolezco. Mi voracidad es constante y así me va. Esta lista de palabras que hice ¡el año pasado! buscaba un perfil blogger multifacético, pero respondía a esa gula por conocer aunque sea de taquito lo que sea. La conducta de los perros, el feng shui, los secretos del violín y el ABC de una huerta hidropónica EN UN MES. Tremenda ingenuidad. Para colmo enero, y en Santa Fe. Y con una ola de calor que nos puso en 58° de térmica. Obviando los imponderables, las cosas se revelan solas a medida que se apoya el oído en ellas para escucharlas. En este mes que hoy está cerrando me queda claro que tengo 52 líneas en esta lista pero un solo territorio: la escritura. Desde que arranqué con Pancho me divierto imaginando a mi perro como mi madalena personal, una versión tosca y simpática de la que recibe Proust y lo pone a buscar su tiempo perdido. A mí Pancho me hizo encontrar todo de sopetón, y me dejó moviendo la cola y queriendo más. Pero la dosis no tuvo la fuerza madalenística del siglo XIX que dispara siete tomos, a mí me alcanzó para un post. Son otras épocas :-) Pero me estaba esperando la segunda palabra, nuevo mordisco, vamos otra vez, para atrás y para adelante. Ya tendré tiempo de volver a mirar fijo la lista y ver qué hacer con lo que quiero conocer-aprender-dominar-curiosear-y muchos verbos más. Por ahora cada madalena es una forma de agarrar la lapicera a la mañana y salir a correr. Eso siento. Es la escritura la que se deshace bajo los pies de mi memoria y forma el sendero. Mi territorio.
Ignoro si la huerta (hidropónica por supuesto) se sumará realmente a la aventura diaria. Tengo mis dudas. He recorrido un largo camino con las tareas manuales pero ¿será suficiente mi precaria, lenta y obsesiva dinámica con las cosas para que en mi pared crezca alimento? Soy bastante nueva en eso de hacer que mi mundo funcione. Es herencia. Me legaron un camino libre de escollos, siempre bien dispuesto por mamá, para que pudiera destacarme y florecer. Mami decidió con total franqueza que tenía una hija maravillosa, genial y superdotada. Durante mucho tiempo llegué a creerlo. Lo sostuvo siempre. Me generó bastantes problemas eso, pero también una autoestima a prueba de bala. No importa lo que haya hecho, haga o haré, sé que mamá ESTÁ orgullosa. En tiempo presente. De algún misterioso modo mamá interpretaba que para mí las cosas de este mundo no eran importantes. ¿Cocinar, lavar, limpiar? ¿La nena? ¡Jamás! Estudiar siempre. La escuela. Y música. Y por supuesto inglés (ella, que odiaba a los yanquis, estaba convencida que el inglés era el idioma del futuro). Así fue que poquito a poco empecé a sentirme cómoda con las abstracciones. En algún punto también curiosa, como cualquier nena, por las cosas que hacía mamá. Aunque siempre quedaba en el terreno del juego esporádico, hasta que me cambié de colegio y empecé quinto grado. Y me puse seria. En la escuela nueva había una modalidad que no conocía. Todas las semanas se designaba a un alumno como “monitor”. El tocado con la varita se quedaba después de hora y limpiaba el aula. Se ponían las sillas sobre los escritorios y se barría, nada más que eso. No sé cómo organizaban la rotación en la tarea, me imagino que en algún punto habrá servido como escarmiento, o tal vez no, quizá simplemente se instalaba el hábito de trabajar por el bien común. A mí la idea me encantaba, pero nunca me pedían que lo hiciera. Esperé hasta que no aguanté más y lo pedí yo. “Señorita B., quiero ser monitor”. Le generé asombro, mi torpeza incipiente ya era notoria. Tamaña solicitud no podía rechazarse, a la la semana siguiente llegó el lunes de mi “monitoreidad”. Estaba exultante. No veía la hora de que terminaran las clases para ponerme a limpiar. Quizás el monitor tenía privilegios y no hacía la fila para irse porque ponía el lomo mientras sus compañeros decían hasta mañana. No sé. La elipsis de mi película mental me deja en el aula, sola, con la escuela vacía. Mamá, que me había ido a buscar, y la Señorita B., las dos esperándome en el patio. No recuerdo alumnos en ningún aula, es altamente probable que todos terminaran su trabajo en la mitad del tiempo que yo. Pero eso no me afligía, es más, ni lo notaba. Lo único que hacía era barrer, barrer, barrer, con una palanca un poco extraña siendo el palo tan largo y yo tan bajita. Y después llegó el momento de levantar la tierra en la pala, que es de los más difíciles. Juntarla toda, hacer que se suba ahí la retobada, cuesta. Cuando estaba casi todo quedaba un cachito afuera. Cuando conseguía que se subiera ese cachito se escapaba otro cachito nuevo por el otro costado. Y así. Rato después entendí que el sonido que acompañaba mi trabajo eran las risas ahogadas de mami y la señorita B. Me di cuenta porque el ruido sostenido se amplificó y derivó en una gran carcajada compartida cuando llegué al tacho de basura y tiré todo el contenido de la pala afuera. Sip. Toda todita la tierra que había juntado con tanto esmero quedó desparramada en el piso. No insistí más.
Debo confesar que no hace mucho tiempo, pocos años en realidad, me di cuenta que amo vivir en ambientes limpios y ordenados. Siempre alguien los había hecho posibles para mí, y disfruté mucho el fluir en ellos como si se hubieran generado espontáneamente. La responsable fue mami, claro. Cuando entendí eso empecé a limpiar con la misma precariedad que en quinto grado, y de a poco me fui dando maña. Sigo siendo lenta y todavía aprendo una que otra cosa obvia. Pero en mi casa me siento como en “mi casa”. El día que vuelva a la lista y no vea más madalenas voy a ocuparme de asociar la huerta hidropónica vertical con la cuadra vertical. Así una pared de mi patio mantiene fresca la promesa de los departamentos llenos de amigos. Me van a dar ganas de aprender a sembrar. Seguro.
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