05. Crónica
Quinta semana del año. Empieza mientras escribo, termina al momento en que lo escrito sube a la red, queda atrás con seguridad al ser leído. La crónica es un relato de los hechos de acuerdo al tiempo. Pero por más literal que me ponga me enredo sin remedio. ¿Cuántos tiempos hay en la escritura? Potenciales, continuos, ilusorios siempre. Me gusta tratar de estar en el presente. Cuando lo consigo, eso es la felicidad. Lo supe cuando se lo contesté en la radio a las chicas que sólo quieren circo. Hasta ese momento no lo sabía, lo aprendí en el aire. El presente de lo escrito es el más retorcido que conozco. Convoca y evoca tantos mundos, placeres y dolores que parece capaz de todo. O quizás es vacío. Igual que el arte, que siempre roza esta ambigüedad escondida en las capas de lo cotidiano. Las obligaciones, las cuentas, los compromisos, las noticias, los cumpleaños, los precios, la mar en coche. Ves una película y ¡ZAS! El tiempo te escupe toda la cara. Los muertos viven. Lo que sucedió en mil partes se junta y te hace creer que existe. Y nuestros aparatos lo hacen volver a suceder, suceder, suceder. Oh amada ficción. Refugio cuando los pliegues se desandan y quedamos a secas frente a frente. A la muerte. Frente a quién si no. Agazapadita. Silenciosa, estrecha. Acá estoy. Soy la muerte y vengo a buscarte. No me lo digas. No todavía. Cuando S. se enteró de la palabra que me toca esta semana (que curioso eso, viene la palabra y me toca, mancha) además de decir el inevitable T.V. (asociación argentina por antonomasia) peló credenciales académicas y trató de ayudarme con Aristóteles: el relato de los hechos “tal cual son”. Todavía nos reímos de esa frase, pero hubo un tiempo que fue hermoso y el hombre era virgen de multimedios. Más gracioso fue cuando caí en esto de que en Crónica está Cronos. Juro que no me había dado cuenta, nunca. Así es como la esencia de las cosas se nos diluye en la jeta. Antes de arrancar cada semana me pongo panicosa, ansiosa, especulo sobre el rumbo que va a tomar el relato y después cuando llego acá (que no es la pantalla, ni el blog, es la hoja rayada del cuaderno y la pluma fuente pura y dura) no paro de sorprenderme. Yo hubiera jurado que esta semana iba a hablar de la escritura y ahora todo indica que voy a hablar de algunos de mis muertos. Una cronología de la muerte, que viene a ser el único hecho “tal cual es”. De la muerte en mi vida, esos mojones que te enseñan más del tiempo que cualquier tratado filosófico. De los sueños, del potencial perdido, o las lealtades. La escena imaginada, la más temida. Sin embargo, con toda la carga que el tema trae, es algo que también aprendemos de chicos. En mi caso fue al mismo “tiempo” que aprendía a leer y escribir. ¿Será por eso que ahora se retuercen entre los dos? Apechuguemos, es lo que hay. Esta es la crónica que me ve, la de mis primeros muertos. Vamos por ella.
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Mi primer canario se llamaba Carlitos (nada edípica la nena). Parece que me hubiera dedicado a tener pájaros toda la vida, “mi primer…” Es que tuve dos. El segundo se llamó Isidoro. Ahí cambié amor filial por chascarrillo en el bautismo, me gustaba decir que era el playboy de las Islas Canarias (estaba convencida de que era un buen chiste). Después de Isidoro me topé con la frase de la jaula vacía como pájaro libre y convencí a mami enseguida así que no tuvimos más. Nunca pensé en ellos como mascotas. Me gustaba oírlos cantar, los miraba dormir hechos un bollito, me divertía un montón mientras se bañaban. Me acuerdo del plástico verde del recipiente del alpiste que encajaba justo en la jaula. Los dos palitos. El repasador para que pudiera dormir tranquilo. La mitad del huevo duro secándose a medida que lo picoteaba. Los movimientos tan rápidos, tan precisos, tan chiquitos, en tan poco espacio. Tan tan. Como a todos nos pasará en algún momento, llegó el día en que Carlitos se murió. ¿La explicación habrá incluido viaje al cielo? Supongo. Mami era católica, con una práctica personal pero constante. Papá era… no sé. No habló nunca del tema conmigo. Siempre lo imaginé ateo, pero quizás era agnóstico. Lo que sé con seguridad es que era muy reservado y muy tolerante. De la tolerancia en serio, que no señala. Nada de “viste que no tengo ningún problema con que seas no sé qué”. O bien era pura indiferencia, vaya uno a saber. Un verdadero misterio papá.
En aquel momento no recibía ningún tipo de formación religiosa, el proyecto familiar era que eligiera de adulta. Lo hice, en parte, de niña. Pero esa es otra historia. Ahora llamamos a Houston porque tenemos un problema: Carlitos se murió. Creo que la explicación de mami me dejó tranquila con respecto al futuro de mi canario, de su alma, o lo que sea que me haya imaginado. Cuando vuelvo a esta escena el recuerdo más fuerte es sobre la sepultura. Qué hacer con el cuerpo. Me habrá impresionado el ritual, supongo. Porque Martita algo tenía que hacer, entonces lo hizo a lo grande, tal como nuestro canario lo merecía. (¿Cómo se escribe una crónica si el tiempo está todo apelotonado en tu cabeza y te dicta cosas de forma simultánea? ¿Por qué cronológico es lineal? ¿Yo había visto un muerto antes de Carlitos? Creo que fue después. Si lo cuento ahora, antes de enterrar al canario, ¿deja de ser una crónica? ¿Nunca lo fue?) [El abuelo era italiano, zapatero y fascista. Mamá estaba enojada con él. Según ella no cuidó lo suficiente a mi abuela, que falleció joven. Y mami no lo perdonó nunca. Y como era un ser exagerado por naturaleza, aunque habían pasado muchísimos años desde entonces (tenía 17 cuando mi abuela murió) no le hablaba. Ni lo visitaba. De hecho a mí no me conocía, ni me conoció. Porque como Carlitos, un día mi abuelo se murió. Entonces vinimos a Santa Fe al velorio y yo quise verlo. ¿Seguro? Me alzaron y me pusieron un poco por encima de él, en el aire. Yo vi a un señor dormido, pero sentía que algo de lo que estábamos haciendo era importante. Distinto a cualquier otra cosa. Ahora puedo encontrar una palabra que se acerque a aquella sensación. Era algo del orden de lo sagrado, pero yo no lo sabría en mucho tiempo.] Lo llevamos en una caja de zapatos. Cerca de casa había terrenos baldíos que se estaban transformando lentamente en una plaza. Grande, de forma irregular de acuerdo a la curva de la calle. Casi un parquecito. Preparaban una zona para plantas, uno de esos montones de flores y hierbas que se recortan en el medio del espacio abierto, delimitado por un cerco de piedras. Ahí lo enterramos. Después de aprender que llega un momento en que alguien que querías ya no está más, eso fue lo más impactante. Años después, cuando tomé la comunión, el mismo escenario se eligió para algunas fotos. Los invitados ni se lo imaginaban, pero gracias a la pedagogía desorbitada de mamá, yo sabía muy bien que estábamos frente a la tumba de Carlitos.
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Apenas esbozados los primeros detalles de la no existencia la maldita parca se topó con alguien muy cercano, muy querido, cuando rondaba los seis o siete. Falleció mi madrina. Era la mejor de las mejores madrinas imaginables. Sentía por ella un amor que me llenaba el pecho de alegría. No nos veíamos todo el tiempo y eso la hacía especialísima. Escuchar el timbre, abrir la puerta y que ahí estuviera ella era una verdadera fiesta. Promesa de juegos divertidos y regalos simples. Mucha sencillez y devoción. Guardo todavía una muñeca horrible que tejió para mí. En un acto minimalista del que me arrepiento me desprendí de la primera colección de libros que tuve y que me regaló ella. Eran cinco cuentos tradicionales, con tapas y hojas durísimas, a prueba de niños. Y en cada página doble una escena desarrollada con muñecos, objetos, mucho detalle. Casi 3D. Cuando vi la primera temporada de “Once upon a time”, la serie que se basa en las mismas historias, me acordé cuánto me gustaban. Estoy segura que en gran parte fue porque me los cuentos me los regaló ella. Ahora, hoy, creo que en este momento debe ser la primera vez que me pregunto por qué carajos justo tenía que morirse alguien que era tan amado por una criatura. Esa sensación de injusticia que tenemos siempre que se va alguien nunca la tuve con ella. Eran demasiadas cosas para aprender al mismo tiempo. Demasiado con saber que le había pasado lo mismo que a Carlitos. Punto. Las cosas son así. La mejor muerte, dijo mami, porque C., a quien todos conocían como Porota, se acostó a dormir y simplemente no se levantó más. Aquella aceptación dolorosa y tenue debe ser la más adulta de mis actitudes de niña y de la que más podría llegar a aprender. Tuve tiempo para aprender la consternación del “no está más”. Recuerdo una mañana en casa. Estaba en la “primer” pieza (así le decíamos, disculpas por la incongruencia gramatical). Después seguía mi dormitorio y al final del pasillo el de mamá y papá. Pero la primer pieza era un terreno neutral, auxiliar. Una especie de vestidor, habitación de huéspedes, galpón de los cachivaches. Ahí, entre ese montón de cosas me había acomodado para mirar por la ventana. La vista daba al edificio de enfrente, pero a la izquierda el cuadro se abría y mostraba una buena porción de la avenida. Un momento de conjunción me enseñó la nostalgia. En la radio que estaba en la cocina sonaba un tango y por la avenida pasaba un colectivo de media distancia muy reconocible: la Costera. La tomábamos solamente para ir a la casa de Porota, que ya no estaba más. Me dieron ganas de llorar y un poco de vergüenza por hacerlo. Así que me quedé pegada a la ventana mirando, lagrimeando bajito. Mamá me encontró y no hubo manera de preservar la intimidad, tuve que confesar lo que me pasaba. Muy básico, extrañaba a mi madrina. Creo que le pregunté a mami si estaba bien llorar. Me abrazó fuerte.
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Lamentablemente la muerte violenta también adorna mi paisaje infantil. Me gustaría decir que lo horada, pienso en esa palabra (y entonces en la gota y en la piedra). Nunca habría hecho esta asociación con la muerte de mi madrina. Pero pronto me enteraría que además de la muerte mejor está la peor, como la del Sr. T. Papá trabajaba en el centro. En Capital. Cuando en Morón decíamos “el centro” nunca hablábamos de nuestra propia ciudad, la referencia tenía al menos una hora y media de viaje, según como funcionara “el Sarmiento”. Puedo dar máxima precisión en este tema: papá trabajaba en Córdoba 720. Otra dirección aprendida de memoria, Cabrera no iba a dejar que me perdiera fácilmente. Según me explicaba, él trabajaba en la caja de previsión social. Era empleado administrativo. Lo acompañé varias veces, cosa que disfrutaba mucho, pero nunca entendí bien para qué servía lo que hacía. Hace unos cinco años pasé delante del mismo edificio y vi un cartel de la ANSES. Por fin me cayó la ficha. Él se iba temprano de casa y volvía bien tarde, después de las 21:00 hs. Por supuesto, esperaba su regreso con ansiedad. Además el tipo se las había ingeniado para sumar mística al momento. Como vivíamos en un primer piso teníamos dos tramos de escalera que subir antes de llegar a nuestra puerta. Pues papá ponía un pie sobre los escalones, máximo dos, y empezaba con el silbido. Tres notas. La segunda, la más alta, también era un poco más larga. Con un toque desafinado, pero siempre igual. Podría intentar ponerlas en el pentagrama, pero sería como una disección. Están en el aire mientras escribo y silbo, y en el eco de mi cabeza. Llegando papá. Pero como el silbido se repetía cada noche, de lunes a viernes, no éramos nosotras las únicas que podíamos interpretarlo. Nuestros vecinos conocían el significado, especialmente el Sr. T. Recuerdo bien su hablar un poco arrastrado, su nariz colorada, su simpatía conmigo. Una vez me regaló una rosa, fue un momento muy importante. Vivía al lado. Tenía esa falta de límites que alientan unas copas de más, y dos por tres aprovechaba el anuncio de papi para salirle al cruce y entretenerlo con su charla, dejándonos de florero a él y a mí, uno de cada lado de la puerta. Aquella noche pasó exactamente eso, sólo que papá no tuvo paciencia y “se lo sacó de encima”. Se arrepentiría siempre. El Sr. T. bajó las escaleras y salió. En la noche, a unos cien metros de la entrada, estaban robándole un Fiat 600 a un vecino del primero. Escuchamos un disparo. Supe que encontraron al Sr. T. en un charco de sangre, con una piedra en la mano. El gesto de David que se sigue repitiendo eternamente, pero con tristes resultados. El Sr. T. dejó de estar, igual que el canario y la madrina. Pero esto era distinto, porque papá se sentía responsable al haberlo dejado ir. Y yo aprendí así que el azar se teje de un modo muy minucioso por manos humanas, al punto tal que algunas hasta son capaces de cortar nuestros hilos.
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Ignoro si mi relato tiene gusto a crónica, presiento que con el merengue cronológico sale debilitada en un sentido estricto. Pero como estamos en el orden de lo literario podemos darnos el gusto de comprimir, condensar o retorcer el tiempo (tanto como él lo hace con nosotros). Es una de nuestras pequeñas revanchas. Por lo pronto creo que me voy a quedar con la cabeza apoyada en la pantalla, ahora sí. Como si estuviera viendo pasar la costera. A ver si aprendo algo de aquella tristeza dulce y sabia, desprovista de ira, que supe tener cuando era nena.