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06. Astronomía


¿Qué querés ser cuando seas grande? Todavía me congelo frente a esa pregunta. Más grande soy y más me congelo. Stand by. Por no lograr ¿definir? ese alguien que se supone soy quedo fría y paralizada, pensando. Ya “soy” grande. ¿Qué querés ser cuando seas grande? ¡Grande! Quiero ser cuando sea, o ser mientras sea. Quiero ser tautológica. ¿Será? Si sigo permeable a la preguntita no es por haber adherido a la mente de principiante que propone el zen (lo bien que haría). De algún modo extraño eso sucede en mí, pero como efecto colateral. Siempre estoy empezando, y ya estoy grande. ¿Soy algo más, además? De grande, quiero decir. Sacando que el grado de identificación que le hemos dado al ser con el trabajo o profesión es irrisoriamente exagerado, ¿cuál es la curva que tomó en mi vida esta pregunta? Viendo el título del post de la semana es probable adivinar la primera de mis respuestas, allá por los años 70. Ajá. Quería ser astrónoma. Lo único que le da contexto a semejante perspectiva era un librito de Editorial Salvat que se llamaba “Estrellas, cúmulos y galaxias”. Recuerdo su tapa dura lustrosa, suave, el lomo de un celeste medio grisáceo, la hermosa foto de portada. Y las páginas de papel ilustración del interior. Si es que me devoraba sus palabras puedo asegurar que no quedó nada como remanente. La data física no es mi fuerte. Pero las fotos me fascinaban, por lo que interpreto que lo que yo quería, básicamente, era mirar. Arriba y lejos. No alucinaba con seres de otros mundos que nos invaden (eso vendría mucho después) ni tenía el más mínimo interés en navegar por esas zonas. No, astronauta no, astrónoma. ¿Habrá sido la luna la culpable? Tres años después que fue tomada la foto que encabeza estas palabras la escena se repetiría: mamá y yo sentadas viendo la tele. Pero ya estoy cerquita de cumplir los cuatro, y en la pantalla el Apolo 11 depositaba a Neil y su pequeño paso en suelo lunar. También creo que estaba enamorada de la palabra. A S T R O N O M Í A. Es una belleza, no lo neguemos. La miro así en mayúsculas, espaciada, y me dan ganas de ser por ahí de nuevo. Hace unos días salió una nota en el diario que asegura que Argentina tiene la mayor cantidad de mujeres astrónomas del mundo. Qué raro, ¿no? ¿Qué habrá? ¿Qué será lo que une lo femenino con la mirada al cielo desde este rincón del planeta? Misterio…

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Una de las primeras cosas que recuerdo que me enseñó mi papá fue a separar en sílabas la palabra o-to-rri-no-la-rin-go-lo-gí-a. Fui la sorpresa del aula cuando la maestra propuso el juego, una respuesta imbatible. Tengo el presentemiento de que la astronomía puede haber llegado a mi vocabulario también a través de él. Porque me fascinaba todo lo que hacía o decía papá, cosa que disfrutábamos ambos. Sacando una breve etapa en la que coqueteé con la idea de ser monja (qué combinación extraña me salió, eso de “coquetear” con este tema, se ve que no tenía pasta), la astronomía quedó atrás para armonizarme con el mundo de Cabrera padre, más cercano, más visible, siempre fabuloso (¡oh, Edipo, suelta pronto a esta niña!). Ciertas experiencias tempranas en lo organizativo y el trabajo en equipo beben para mí de la misma fuente.

El edificio en el que vivíamos tenía en planta baja un gran espacio entre las dos alas y sus entradas. Los cuatro monoblocks que componían el barrio lo tenían, pero el nuestro, el del segundo, estaba cerrado con vidrios. Le llamábamos “la galería”. Además de ser el territorio por excelencia de Don T., el portero (Buen díiiiia, don T. Buen díiiiia, niña. Gran saludador don T., una de mis personas favoritas), el lugar tenía una gran mesa y se usaba para las reuniones de consorcio o para algún evento especial. Pero a mi papá se le ocurrió otra cosa. ¿Por qué no aprovechar y hacer compras mayoristas, entre todos, para economizar? El concepto “super” ya estaba asomando por la época pero de un modo sencillo, barrial. Más cercano al autoservicio como modalidad que a las grandes cadenas monopolizadoras de lo que se teje entre vecinos. La idea de papi podía significar una comodidad y un buen ahorro para muchas familias. Espacio sobraba. La pusieron en marcha. Se llamaba Coedibé, cooperativa del edificio B. Y como lo hacía papá era algo totalmente fascinante. Fue un éxito, al punto que se corrió la bolilla y vecinos de otros edificios también querían beneficiarse. No los incorporaron porque al fin y al cabo, la tribu es la tribu, pero Coedibé empezó a vender para afuera a precios muy ventajosos y sobrevino, supongo, una crisis de crecimiento. Era bueno, no duró demasiado. Pero a mí me dio un ejemplo de asociativismo que nunca olvidaría. Por la misma época nos hicimos socios de un club. Papi eligió Vélez Sarsfield, en Liniers. Quedaba lejos, fuimos un día a conocerlo y no fuimos más. Pero yo tenía carnet. Muchos estímulos e impaciencia, no iba a esperar a ser grande. Ya sabía lo que quería ¡y lo quería ya! Hice un club. Me asocié con mis amiguitas del barrio para tener actividades diarias, la mayoría serían culturales. Estaba en planes armar el equipo de fútbol con camisetas y todo, pero había que incorporar más gente, eso sería en el futuro. Mi club tenía carnet y todo (curiosamente su diseño era muy parecido al de Vélez). La primera actividad de mi asociación civil, de la que lamentablemente no logro recordar el nombre (se parecería a Coedibé, supongo) fue la lectura completa de un artículo de El Libro Gordo de Petete. Era sobre la vida y conducta de las termitas. Me resultaba increíble que construyeran esos rascacielos de piedra para vivir siendo bichos tan chiquitos. Me encargué de leer en voz alta para S. y N., mis amiguitas inseparables, las primeras socias. Las víctimas de mi experimento social. Resultó ser bastante aburrido, al parecer las termitas no tenían la misma aceptación fabulosa que ejercían en mí. Para la segunda sesión de lectura mi auditorio estaba vacío. Tenía más ideas, salidas al campo (abajo, ahí nomás) para hacer un herbario era una de mis predilectas. Me mantuve pegando hojas sobre hojas y leyendo a Petete a la misma hora, pero sola. Mi club había fracasado, igual que Coedibé.

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A fuerza de amor a papi, visitas a su trabajo, conveniencia geográfica y el ejemplo de A., mi vecina más grande que ya iba al secundario con uniforme, el momento de cambiar de etapa me encontró rumbeando hacia la administración: sería perito mercantil. El contexto de esta decisión es más fuerte que el libro de Salvat, había pasado algo muy importante en la oficina. Un día le hicieron un test al personal, en el que tenían que resolver todo tipo de problemas, para definir dos plazas que se cubrirían en una dependencia nueva. ¡Papá salió segundo! Y contaba muy orgulloso que la primera era una jovencita universitaria. Fue así que rodeado de gente menor que él pasó a trabajr en el C.U.P.E.D. Centro Único de Procesamiento de Datos. La computación ya había llegado a la Argentina y era el turno de que papi, literalmente, entrara en ella. En sus refrigeradas y espaciosas dependencias (no estamos en la época de la computadora personal, precisamente). [Tratando de darle precisión a mi memoria de nena y encuentro este fabuloso blog, “El museo virtual del CUPED”. No paro de buscar a papá en las fotos, pero no lo encuentro. No estuvo mucho tiempo porque implicaba una gran carga horaria y teníamos además un almacén. No fue una gran decisión la de papá. (Las últimas frases empiezan todas con la palabra "no"). Calculo que ya contaré algo de esto en algún momento.] Papi tenía una credencial para ponerse en la camisa y que le daba acceso "a la computadora". Algo impresionante. Y todo esto traía consecuencias directas en la vida familiar. Por ejemplo, el costurero. En casa era una caja circular de plástico, transparente, grande, que sirvió alguna vez no muy remota para guardar un rollo de cinta. La tapa se abría y cerraba con precisión a través de una manija que estaba en el centro, celeste, y que decía en letras grandes IBM. Sin hablar de que jugaba con tarjetas perforadas, por supuesto. Asesorada por Cabrera, al poco tiempo de transitar el secundario yo vociferaba que sería no una simple contadora sino doctora en ciencias económicas. Y ya habíamos charlado para que cuando estuviera en tercer años papi hicera no sé qué arreglo para que empezara a aprender computación, apenas inaugurada la década del 80. La idea era muy buena, estaba consensuada, todo fluía. Pero no contábamos conmigo. Cuando se suponía que ejecutaríamos el plan yo di un vuelco total hacia la independencia de criterio, dejé los números por la vida al aire libre del campamento y puse todas mis energías en el handball y los interbandos. Era feliz. Quería serlo siempre. Iba a ser profesora de educación física. Me costaba todo mucho. Aparentemente venía más dotada para la cosa intelectual que para el mundo físico. No importa, iba a lograrlo. Me preparé como pude, entré a un curso que estaba avanzado pero hice el intento, bajé de peso, ¡hasta crecí dos centímetros con ejercicios de estiramiento! Pude rendir el ingreso al INEF de San Fernando, y aprobarlo, pero no fue suficiente. Quedé afuera. Lo volví a intentar. Me preparé un año entero, quedé segunda en el examen teórico, en promedio con el físico me fui al puesto 56 pero esta vez alcanzó. Entré. Lo voy a decir del modo más elegante que pueda. Las dificultades ineludibles de una fisiología torpe y pesada en combinación con un espectro amplísimo del virtuosismo kinético dio como resultado un grito de alerta desde el primer día de clases. Hasta mi sólido espíritu de superación miraba raro y se preguntaba cómo coño se suponía que nos subiríamos en tercer año a la viga, con el vértigo que nos daba acá mismito en la tierra hacer una miserable vertical. El mismo espíritu y yo también nos preguntábamos por qué teníamos que nadar estilo mariposa o saltar vallas si lo que queríamos era entrenar equipos de handball y softball o conducir campamentos. Necesitaba algo más acotado pero no me cabía en la cabeza, o no había ofertas suficientes, o no las conocía, o no contaba con la información correcta o la orientación precisa. Una lástima. Pero además de todas estas calamidades que me acechaban había otra cosa, muy fuerte. Gracias al profesorado por primera vez me había metido de lleno en materias humanísticas. ¡Filosofía! ¡Qué placer! ¡Y psicología! Al fin un tipo de organización del pensamiento que sentía plena, integral, algo como para lo que estaba hecha. Con todo el dolor del alma, porque estaba rodeada de amigos y las experiencias con las que sí conectaba aún conservan el vigor y la energía de un amor fresco, genuino; con toda la desazón que me causaba alejarme de ellos me fui del Instituto a estudiar filo…psicología. En ese orden. Me gustaba más la primera pero no me animé. Sentía que no iba a tener los pies en la tierra, y ese contacto seguía siendo precioso para mí. Fue así como la niña astrónoma, que fantaseó un breve período con ser monja, diseñó un futuro perfecto ligado a las ciencias de la administración y optó finalmente por la alegría de jugar con otros, dejó su primera carrera a medias. No sería la última.

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Nuestra identidad se ha ido sobredimensionando según nuestra ocupación. Sería interesante saber desde cuándo es así. Por qué intentamos capturar lo que nos constituye como en una foto, y en general bajo el signo del dinero. Las ocupaciones remuneradas van a la cabeza en la lista del “soy”. Le siguen los créditos académicos. En los últimos años se me complica bastante completar la frase cuando me consultan. Me siento lanzada a la red económico financiera que tejemos tan alevosamente y contesto apurada “ama de casa”. Me miran raro. Yo también lo siento raro. No tengo el look, tampoco el oficio, pero es mi ámbito y me ocupo con mucho amor de él. Incluye tareas muy disímiles, como jugar y sostener a la manada (antes del Pancho llegaron Caty, Lula, Greta y Tincho, mis amados gatos que son familia). O tener al día el registro de gastos y la contabilidad hogareña (la administración tira, después de muchos años en oficinas encontré que presupuestar gastos propios es una gran herramienta). Y limpiar, claro, cosa que hago bastante mal pero mucho mejor que antes. No logro dominar cierta ridícula sensación de vergüenza cuando doy esta respuesta. A veces desfiguro el estado y lo transformo en desafío, mirando a los ojos al interlocutor para forzar el disimulo ante la incorrección política. ¿Qué hay de malo en ser ama de casa? ¿Me vas a discriminar por hacer las tareas humildes que nadie quiere hacer para sí mismo? Doris Lessing las hacía. Ajá. Y ganó el premio Nobel. Pero eso fue mucho después de arreglar su jardín o barrer los escalones de la entrada. Y Agatha Christie resolvía más de una vez los enigmas de sus historias mientras lavaba los platos. Todo esto me lo digo a mí misma, claro, que soy la única conflictuada con el tema. O bien la propietaria del conflicto, por tanto la única que puede trabajarlo.

¿Qué soy ahora que soy grande? ¿Ama de casa? Me sale decir “a mucha honra” y siento que toda la lucha de miles y miles de mujeres por la liberación femenina se corporiza en un monstruo indignado que me agarra de los pelos para avergonzarme. Hay mucho camino que recorrer para correrse del prejuicio y ser capaz de simplicidad. Sé que trato de amar lo que hago, sea lo que sea, y de a poco lo voy logrando. No soy “ama de”, yo “amo la”. No soy dueña, ni respondo en la limpieza a las costumbres del patriarcado. Pero aprendo mucho de mí dedicándome a las tareas humildes, eso me basta.

Todavía no lo aprendo en el momento de mostrárselo a los otros, y entonces me sobreidentifico con la actividad. Porque también soy caminante. Y pareja. Escritora. Yoguini de a ratos, esporádicamente. Lectora empedernida. Hija. Soy deportista siempre, porque el espíritu y los valores del equipo los trasladé a todas y cada una de las cosas que hice y hago. Soy bajita. Neurótica obsesiva. ¡Ahora también soy blogger! Cierto. Y en mi sitio web, debajo de mi nombre, que vaya que me identifica, elegí sin saber mucho por qué la frase “textos desde la Cruz del Sur”. La curva que dije que iba a describir con respecto a mi "ser siendo" da un rulito y se muerde la cola, ourobouros espontáneo. Ahí está la constelación anunciándome que si, que a mi manera estoy intentando ser lo que quería. Y este blogario es mi telescopio. O sea, también soy astrónoma. De interiores.

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