top of page

07. Servicio meteorológico


Nublado, desmejorando en el primer renglón, con posibilidad de precipitaciones hacia el final del primer párrafo. (A lo hecho pecho, nadie puso ahí esto por vos, fuiste, alpiste, te toca, dale. ¿Esto de qué va? Nunca sé cuando empiezo).

En quinto grado adquirí un súbito interés por la meteorología. Habrá sido contenido de las clases y mi entusiasmo me llevó más allá. Construí un pluviómetro con una jarra y una regla, ignoro si desarrolló tarea en algún lugar. Tal vez en la escuela, porque lo que es en el departamento, nones. A raíz de este obstáculo fui en busca de una tarea más compatible: inicié un registro de temperaturas (¡¿?!). Tomaba la temperatura de las 8:00 hs y alguna otra de la tarde, tipo 17 hs.

¿Con qué sentido, por dios? Finalidad cero, simple enumeración. Lo peor fue que descubrí que un carnicero del barrio… ¡hacía lo mismo! Guardaba prolijamente los datos en un cuaderno enorme. Era emocionante, tenía un colega. Llevaba varios años haciéndolo, su tesoro era sorprendente. Había días difíciles en los que algún dato se me escapaba, entonces corría a la carnicería a pedir auxilio y ahí estaba mi compañero aportando su registro. ¿Habrá sido al revés alguna vez?

A esa altura de mi vida, breve por supuesto, ya había coleccionado de todo, se ve que era el turno de la data (me estaba poniendo abstracta). Lo primero que guardé con esmero fueron piedras, para regocijo de mami que no sabía dónde ponerlas. Me gustaban TODAS, podría haber llenado la casa. Ah, recolectarlas, qué placer. No hacía falta estar de vacaciones o en algún lugar extraño. Esas eran muy buenas ocasiones, claro, pero mi relación era constante, no un amor de verano como los caracoles de la playa.

Tenía una valijita de ¿lata? donde guardaba mis ejemplares predilectos, seleccionados a la fuerza por culpa de mami la pijotera, podría haberme asignado un poco más de espacio. La tapa de la valijita tenía un dibujo de Los Picapiedras, con predominio del amarillo y de un celeste verdoso. Recién veo qué atinada era la ilustración. Sin hablar de que era Pedro el protagonista de la estampa.

Esa fue mi colección más constante, y la que más pena me dio abandonar, ya de adolescente (había que hacer tiempo para tantas nuevas preocupaciones). También se acumularon bajo mis manos monedas, estampillas, marquillas y cajas de cigarrillos, latas de cerveza nacionales y de distintos países del mundo. Me gusta, ahora que enumero, que mi colección más querida sea la que recogía regalos de la naturaleza dispersos por ahí y a disposición de todos, incluso en los lugares en los que nos ocupamos de hacer estragos. Ella se abre paso y te deja siempre, estés donde estés, con la posibilidad de maravillarte (o de morirte de miedo, seamos sinceros). Supongo que este cariño especial que tenía dormido (no pensé en esto durante años) debe formar parte de una elección “decorativa” que tengo en mi escritorio. Conservo un objeto que viene de aquel departamento familiar, calculo que ha estado con nosotros unos cuarenta años.

La abuela, ya de jubilada, se dedicó a viajar. Salió con mi tía P. por el país, en un Peugeot 404 y carpa. De Misiones nos trajeron esta hermosa piedra, cuya belleza se enciende en el interior. La base, una cosa rugosa y gris, es lo que se ve antes de abrirla. Hablo estrictamente desde mi recuerdo sin ningún paseo por la red por más detalles. Nunca necesité precisiones geológicas con estos objetos. Nuestra relación fue siempre por imantación, magnetismo animal-mineral. Me gustás, venite conmigo. La piedra violeta de la abuela no fue mi decisión ni fue recolectada. Fue un presente que de alguna manera simboliza todas esas relaciones diminutas que cabían en una valija de los reyes animados de la prehistoria. Es asombroso lo fuerte que puede llegar a ser la simbología personal.

/ / / / /

Esta semana viene a los saltos. Por la meteorología en sí misma, no por el servicio. No sé qué habrá hecho que escriba en el puesto número siete de la lista el tema que me ocupa. Pero qué puntería. Estamos con una tormenta tras otra. Abundante caída de lluvia. No. Precipitaciones abundantes y ocasional caída de granizo, esa es la jerga. De las piedras por ahora zafamos, no del agua ni del viento (lo que me recuerda al feng shui de la semana dos).

Los saltos son de al menos dos tipos. En la escritura, porque el hábito matinal de abrir los ojos, prenderse al mate cuan mamadera y agarrar la lapicera se trastoca. La alarma del agua cayendo cuan mar vertical solicita dedicarse por completo al pánico, no vaya a ser. El segundo salto (el orden de aparición es aleatorio y no implica jerarquía) es la zozobra. Pensar que es una palabra tan simpática “zozobra”, y designa con tanta exactitud un estado parecido a la angustia. El atávico miedo a las tormentas en nuestra zona es puro miedo a la inundación. Una experiencia dura que lamentablemente se empieza a hacer constante.

La previsión es una herramienta de trabajo que se ejerce poco. La atención a los detalles, su proyección hacia adelante y hacia atrás, es fuente de probabilidades y podría serlo también de sabiduría. No tenemos más que el presente, muy cierto, pero su interpretación panorámica es un buen ejercicio para la toma de decisiones. Sobre todo si las podemos desnudar de pánico. Negar esa cualidad en búsqueda de pureza sería tan estúpido como negar la historia y su aprendizaje.

Todo depende de la medida, claro. De cuánto licuamos en el cuadro de situación de nosotros mismos. Quizá por eso la meteorología está unida a la palabra “servicio”. Alguien se ocupa de interpretar los datos y prevenirnos, con mayor o menor suerte, cierto. A veces nos avisan cuando con poner un pie en la calle sería suficiente para estar advertidos. Lo cierto es que no sabemos, nunca. Pero podemos aprender de los errores. La tormenta cortó el cable del teléfono hoy, viernes. Probables demoras en subir el post del domingo se avecinan. Ampliaremos.

/ / / / /

Tercer salto: es sábado a la tarde y estamos en plena tarea de recuento de los daños. La de ayer no fue una lluvia. Fue un temporal de viento y agua. Parecido a un huracán (titularon algo por el estilo). Hubo pérdida de vidas. Tres muertos en la provincia, dos aquí nomás, en la otra punta del puente que los vio conocerse a papá y mamá. Muchos, muchísimos árboles se perdieron, más vidas que se cuentan de a miles. Y lo meteorológico conspiró contra los servicios: luz, agua y teléfono, todos afectados. Nosotras esta vez la sacamos barata.

Hasta el miedo fue barato esta vez, porque lo que era notable era el viento. En casa enmascaraba el agua, no entendías cuánto llovía porque las ráfagas se comían todo. Yo le tengo tanto miedo al viento que lo ignoro. No me asusta “realmente”. Quiero decir, me asusta tanto que me sé paranoica del viento, entonces no presto atención al terror que siento porque se trata de una exageración, sin duda. Pues hubo ráfagas que llegaron a los 120 km por hora, y yo tan tranquila como Helen Hunt en Twister. No me enteré. Gracias madre naturaleza que me hacés necia en el momento en que decidís arreciar.

Seguimos sin teléfono, pero la luz sólo demoró doce horas en volver y el agua está despacito recuperando la normalidad, le falta un poco de polenta nomás. Sacando el síndrome de abstinencia (por la falta de internet) la cosa marcha. No me quejo ni un milímetro. Conozco situaciones mucho más severas, que sin embargo no le llegan ni al tobillo a historias que he escuchado y de las que fui testigo durante las inundaciones del 2003. Un río desbocado es algo espeluznante. Viene por lo suyo, hay que saberlo. Y el agua nivela, se las ingenia y alcanza su objetivo, por donde sea.

Fueron las lluvias del 2007 las que más se encariñaron con mi casa, al punto que se invitaron solas y se quedaron cinco días adentro, no había forma de hacerlas salir. No recibimos ayuda del municipio para dicha empresa, sólo la de la madre tierra que drenó, drenó, y la del aire y el sol que evaporó, evaporó, hasta que pudimos volver. Con la suerte de las evacuadas VIP (en aquel entonces nuestros dos gatos, S. y yo fuimos estupendamente recibidas en la casa de C. y J.) el regreso al hogar fue un viaje de ida, por más paradójico que suene. Nunca volví a ver a los objetos de la misma manera. Nunca establecí la misma relación que tenía hasta entonces. Desde ese momento asumí un proceso inverso al del coleccionismo, que es la cara cool y estilizada de la manía de acumular. No lo sabía en ese momento y lo aprendería con claridad mucho después, pero cuando pisé aquel piso húmedo, nacía una minimalista.

/ / / / /

No sé qué es peor, si la pérdida de los objetos en sí o el volumen del deterioro. El regreso a un hogar violentado por la causa que fuere es una experiencia extrema. Una caja de resonancias en las que cada cual vibra a su manera, como puede. A mí los objetos me dolieron. Salvando las distancias, la sensación tenía algo parecido a la típica reacción frente a la pérdida de una mascota, en la que se decide no tener nunca más para no sufrir. Fue lo primero que sentí. No se puede tener tantas cosas. No se debe. Veía todo mojado, perdiéndose, desvaneciéndose, y en el montón no tenía idea de qué era importante y qué no.

S. y yo hicimos un gran trabajo de recuperación de libros y CDs. También hubo hojas colgando del tendedero de la ropa. Recuerdo que los discos compactos fueron lavados y secados uno por uno. No voy a hacer un recuento de esos daños, no viene al caso. Perdimos mucho, pero no perdimos todo. Y yo había cambiado. Lo que no sabía era que miles de personas también lo habían hecho, cada una motivada por sus propias razones, ingresando en lo puede denominarse una perspectiva minimalista de la vida. Debo agradecerle a internet la revelación de formar parte de esa marea.

Hasta entonces yo conocía algo de minimalismo como una corriente estética. Disfrutaba mucho de sus expresiones en arquitectura y diseño. No suponía que sus límites podían ampliarse al punto de reflejar opciones de vida. Ignoro la especificidad académica del término, me conforma su uso pagano, muy desarrollado en la red. No soy experta, fueron mis paseos de aficionada los que me dejaron en las costas de muchos blogueros del hemisferio norte, identificados con el tema. En general por haberse sentido asediados, ahogados por la opulencia. Enfermos de consumo. Todos tuvieron su propia crisis y torcieron el rumbo hacia una vida más simple, incluso más ordenada.

No me gustan las definiciones y soy horrible haciéndolas, pero si tuviera que decir qué es para mí el minimalismo, qué significa, lo resumiría en esto: vivir estrictamente con lo necesario. Lo que lleva a preguntarse qué es lo necesario para cada uno de nosotros. Son las respuestas las que nos revelan, como en una foto de las viejas. Pararse frente a cada objeto que nos pertenece y preguntarse por qué lo conservo conmigo puede ser un proceso de autodescubrimiento. Esto no significa ascetismo, no vivo en un ambiente vacío y despojado, para nada. No pierdo mi “minismalidad”, desde mi comprensión del tema, conservando cosas inútiles que para mí tienen una fuerte carga emocional o que irradian belleza. Son necesarias para mí, y eso me basta para que me acompañen.

Cuando se establece este tipo de relación con los objetos no me pregunten por qué, pero se abre una nueva vinculación con el mundo en muchos ámbitos. Uno puede aplicar el mismo aprendizaje a las relaciones, al entretenimiento, a la comida, al sueño. Es un proceso continuo, una introspección en acción. Antes de escribir esto leí la lista completa de las palabras del año y me sorprendí al ver que no estaba “minimalismo”. Sobre todo porque en algún momento pensé que mi futuro blog podía dedicarse al tema. Puede que siga habiendo algún espacio vital para él en mis proyectos y por eso quedó escondido entre el clima y el servicio.

Algo de este gusto quizá nació en el departamento de mi infancia, de una época en la que las marcas no habían hecho su aparición desaforada y el capitalismo era mucho pero mucho menos salvaje que actualmente. No vivíamos con tantas cosas. Pienso que este relato, donde se mezclan las catástrofes y los objetos, podría resumirse en una anécdota infantil, sólo que ahí el peligro nace de la torpeza. Qué momento… A ver, recuperémoslo.

Me los traía Papá Noel, y los amaba. Los “Mis Ladrillos”. No armaba cosas muy sofisticadas, pero me divertía mucho. Me habían dado un pedazo de chapadur que usaba como base cuando construía mis preciosidades. Aumentando mucho la imagen creo que alcanzo a ver algo de “la madera”, quizá en su uso inaugural (papá le puso fecha a la foto, navidad de 1968, yo tenía tres añitos). Una vez ingresados a mi mundo de objetos personales, mis maravillosos juguetes, tanto los ladrillos como los Topos Gigios (que por lo visto también entraron esa noche) tenían lugar asignado de antemano. En mi pieza había un cajón que había hecho papá con sus manos, que también cumplía función de banco. Muy útil. Con el tapizado de la tapa la cosa pasaba por asiento, pero una vez abierto era un buen lugar para guardar todos y cada uno de los objetos que me acompañaron en mi niñez.

Así es que, cada vez que terminaba de jugar (porque había que comer o bañarse, no había más razones) juntaba yo misma tooooodo lo que había usado para llevarlo al cajón. Esa noche deben haber sido unas cuantas cosas, y no estaba dispuesta a hacer más de un viaje hasta la pieza (había jugado en el comedor). Armé entonces una pila, coronada por el chapadur y los ladrillitos. Me agaché, la levanté con mis dos manitos, me paré y ahí empezaron los problemas.

El borde del chapadur coincidía con mi cuello y me apretaba la garganta. Se ve que entonces carecía completamente de reversibilidad, en ningún momento imaginé que podía volver a dejar las cosas en el piso. (Todavía tengo problemas al respecto, lo que me impide, por ejemplo, jugar al ajedrez. Pienso jugadas geniales y cuando avanzo resulta que cedí un peón. Una verdadera mancha en mi autoestima).

Ahí estaba, con mi carga de objetos amenazantes, y la presión me empezaba a ahogar. No fui capaz de bajar las cosas, pero sí de pedir auxilio. Busqué a mamá y le dije bajito, como pude: “la marera”. Ella no alcanzaba a escucharme, y a mí ya me dolía. Repetí, una, dos veces. Junté fuerzas y con mi último aire, con lágrimas en los ojos, forcé mi voz y grité ahogada: “¡la marera!”. Mamá entendió y vociferó desesperada: “¡CARLOS, NORMA SE TRAGÓ UNA MONEDA!”. Me agarraron de las piernas y me sacudieron con fuerza. Cabeza abajo no había forma de avisarles que lo peor ya había pasado.

/ / / / /

Todavía no sé cuándo podré subir “mi post del domingo”. Pero está hecho. Hoy fue un precioso día de sol. Vi gente limpiando sus veredas. Cables colgando. Árboles caídos. Los objetos amenazan con ahogarme si no los vigilo. La semana que viene pegaré una nueva revisada, la tarea nunca termina. Estado actual: me siento vulnerable y agradecida.

¿Y el pronóstico? Mejorando hacia la noche.

Proyecto
Posts Recientes
Archivo
Tags
Social
  • Black Facebook Icon
  • Black Twitter Icon
bottom of page