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08. Running


Escribo este blog como quien sale a correr todas las mañanas. La metáfora la vengo anunciando hace algunos posts atrás. Cuento que el suelo se hace presente a medida que me deslizo, la ruta del renglón. Pienso que llegó el momento de pensar la escritura como oxígeno y territorio. Pero voy a permitirme también la literalidad para jugar un poco con “running”. Es la primera palabra de la lista que aparece en inglés, no recuerdo si la única. Siento que en nuestra lengua no tenemos equivalente cabal. De verla nomás se siente movimiento, en sentido individual y social, hasta designa como raíz un estilo de vida. Incluye técnica, estrategias de entrenamiento, competencia, exploración, ropa dedicada, calzado específico en miles de variantes, dispositivos de monitoreo…

Nunca fue mi especialidad. Solía decir que si había una pelota, dos bandos (aunque fueran sólo dos personas) y un objetivo, era capaz de correr toda la vida. Pero ¿derecho? ¿Derecho, así, sin más fin que correr en sí? Nones. Lo padecía cuando era parte de la previa para jugar al handball o al softball, aunque cumplía pesadamente porque estaba ligado a un bien mayor. (Es curiosa la sensación que tengo al contar esto, lo siento casi como en tiempo presente y estoy describiendo algo que pasó treinta años atrás).

Por lo visto no había encontrado un placer que millones de personas conocen, que está al alcance de todos y no precisa nada demasiado especial. Sólo permitírselo, dejarse llevar. Más bien diría que sigo sin haberlo encontrado porque, la verdad la verdad, yo más que “runner” soy una... “¿walker?”. Qué poco glamoroso suena “caminante”. “Caminadora” le da un sutil toque de profesionalismo, pero sigue sonando berreta. Podría agrandarme y decir que me dedico al senderismo, pero jamás hice una sola de esas salidas de campo maravillosas que se disfrutan en grupo. Igual “senderista” es más feo si es posible. El problema de la definición sigue sin arrojar resultados cerrados, una verdadera constante.

Digamos que camino. Me gusta caminar. Lo hago de un modo bastante sistemático hace más de un año. Con S. recuperamos un buen contacto con la naturaleza al visitar seguido nuestra costanera. Tratamos de correr pero yo me mini-lesioné al instante. Al mes de arrancar muy de a poquito me dio un tirón en la cadera y me mandé a guardar. Me llevó un montón de tiempo recuperarme. Caminar me da más seguridad. Pero sé que es una cuestión de estrategia y podría hacerlo, estoy segura, lo leí. (A mí todo me entra por los ojos, si no lo leo no lo creo).

Los pasos y las palabras se mezclan en cada cosa que digo-escribo. Por comparar puedo pensar en mis primeros intentos en ambas áreas, como para dar un paseo. O también contar sus experiencias más extremas.

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Nada de conciencia al empezar a caminar. O quizás nunca fui más consciente de mi cuerpo dada la fuerza ancestral que me empujaba a pararme para ser digna de mi especie. Poner por primera vez un pie después del otro sin perder el equilibrio debe ser tan magnífico como subir una montaña. Me imagino que ahora muchos niños contarán con registros en video del momento fabuloso de hacer cumbre a ras de piso. Pero yo soy una privilegiada. Tengo una foto, algo que es ¡muchísimo! para 1966. Me cuesta creer que son mis primeros pasos, pero eso me aseguraban. Estoy en la vereda de la que será mi escuela primaria de primero a cuarto grado. Lejos de casa. No mucho, unos diez minutos en colectivo, hasta menos.

Debo disentir con mi recuerdo, alguien miente. O no eran los primeros pasos o no fue eso lo que me dijeron. O bien los intentos ya estaban maduros y era previsible que me largara, entonces se ejecutó una puesta en escena preciosista: el vestidito, la luz, la cámara. ¿Por qué ahí? ¿Por qué en “el centro” de Morón? Haya sido o no el auténtico paso inaugural, todo mi cuerpito denota estar experimentando de modo muy reciente el equilibrio bípedo. Y se me ve feliz.

No tengo una foto semejante escribiendo mi primera palabra. Ninguna rodeada del halo del relato fundacional, de la mística de lo primero. Pero tengo un hermoso retrato de mi alegría y voluntad de aprender. Esto sí puedo asegurarlo, al momento de la foto yo no sabía ni leer ni escribir. Es mi primer día de clases y camino por la misma vereda que pisé con tanto asombro. Ahora se puede adivinar un paso firme y toda la conciencia de la que es posible un cuerpito de cinco años y medio.

Caminar y escribir son parte de una misma ruta para mí, una vereda que se repite como símbolo de aprendizaje y descubrimiento.

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Hoy es viernes y está por llover. Así que serán unas pocas palabras antes de sacar a pasear al Pancho. Palabras y pasos, en ese orden.

La actividad física que se une indisolublemente a otra tarea es la que cumplo con más naturalidad y alegría (el concepto “correr atrás de una pelota” podría estar acechando dormido). El “runPancho” es una de ellas. Dado que me gusta llevarlo con la correa floja y lo dejo conducir hay días que me agito bastante.

La otra, que me sacó de años de ostracismo y quietud, interrumpidos esporádicamente por la preparación de un personaje (para el teatro hay que moverse, no hay otra), digo, la que me trajo de nuevo al mundo del los vivos vivos fue la que bauticé “TVbike”. Arranqué con “Los Soprano”. Después llegaron “The Wire”, “Six feet under”, “Breaking bad”, “Tremé”, “X-Files”… Tooooooodos sus capítulos fueron pedaleados frente al televisor. Y se hizo la magia: yo, que no aguantaba ni diez minutos arriba de la bicicleta fija, de golpe estaba cincuenta dale que dale de lo más entretenida.

Las caminatas, el aire libre, la naturaleza arrinconada y expansiva de la costanera y el río desplazaron de a poco esta combinación que dejó de ser mi hábito físico principal. Pero ahora que lo escribo y recuerdo lo potente que puede ser me dan ganas de “correr” a retomarlo.

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Hay un mantra contra la parálisis. Es aquella famosa frase que nos recuerda que un largo camino empieza con el primer paso. Una verdad simple y a la vista, que necesitamos recordar de vez en cuando. Pasa al escribir, palabra por palabra.

Mi más largo camino aeróbico fue trazado a los 18 años cuando decidí estudiar educación física. Como tenía que rendir examen para ingresar me anoté en un curso en el Club Comunicaciones, en la ciudad de Bs. As. La primera mañana todo estaba en movimiento. No había tenido gran reflejo y empezaba tarde mi preparación, mis compañeros hacía unos meses que se venían entrenando. Me acerqué al profesor para que me orientara. Lo primero que se hacía era salir del club a correr por los alrededores del hermoso barrio de Agronomía. “Tres kilómetros” dijo él. Si fuera hoy hubiera gritado “Whaaaaat???!!!” al mejor estilo minion. En su lugar balbuceé “no, pero…, lo que pasa es que yo… hoy es mi primer día y…” “Tres kilómetros” repitió él, con una sonrisa blanca y firme, la versión vernácula y moderada de Pai Mei, aquel terrible profesor oriental de Kill Bill.

Así fue que salí detrás de desconocidos que sabían lo que hacían, lo disfrutaban y ya que estaban me indicaban el camino. Yo sólo sufría de pensar en lo que me faltaba, desde los primeros metros, lo cual cansa más que cualquier movimiento. Bufé. Paré. Caminé. Seguí. Perdí de vista a los demás. Los volví a ver. Algunos piadosos me alentaron. Como un auto que no arranca corría media cuadra, me agitaba, caminaba veinte metros, volvía a correr. Algo que la mayoría hacía en menos de quince minutos a mi me llevó casi media hora. Pero llegué de nuevo al club. Lo hice. Corrí mis primeros tres kilómetros. Y dentro del desastre no dejé de sentirme un poquito asombrada, a la vez avergonzada y orgullosa.

En lo que duró el entrenamiento (unos cuatro meses en la primera ocasión y un año completito en mi segundo intento) nunca corrí menos de tres kilómetros, de lunes a viernes. Teníamos habituales sesiones de cinco. Una que otra vez nos tocaba hacer siete. Y, el máximo de los máximos de mi vida, en una jornada memorable en la que Pai Mei en persona se sumó para encabezar la caravana y mostrar el recorrido, corrimos ¡doce kilómetros! Muy extraordinario.

Lo que lamento es que nunca aprendí del todo a disfrutarlo. Era algo que hacía para conseguir un resultado. No pude estar presente, en mi esfuerzo estaba allá adelante, intentando otra cosa. Y una vez que la obtuve, no corrí más. Pasaron unos treinta años para que volviera a acercarme a la idea de lanzarme sobre mis pies, todavía sin éxito en dejar ambos suspendidos (correr no es más que dar un salto atrás del otro). Hubiera necesitado un Pai Mei intransigente fijándome una meta. Unos dientes blancos brillando como única respuesta al miedo.

Quizás andaba agazapado ocupándose de las caminatas, que nunca me permitieron margen para la duda. Vivo a unas 18 cuadras de la costanera y QUIERO caminar ahí. Ir y volver son por los menos 3,5 km. Más el paseíto al lado del río, cada salida no baja de 6 km. Desde el primer día. “Whaaaaat???!!!” No pensar. Repetir. Estar presente. Disfrutar. No será running, será raning, no importa. Mantenerse en movimiento debe ser uno de los mejores consejos para cualquier ámbito, edad y objetivo. Sólo hay que saber interpretar lo que significa para cada quien en cada caso y momento, dejarse guiar y respetar el brillo de una imaginaria sonrisa silenciosa cuando el cansancio o las dudas nos quieran jugar una mala pasada.

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Aquellos doce kilómetros tienen una equivalencia en palabras muy reciente, responsable de abrirme nuevos horizontes en el mundo de la disciplina y la creatividad. El dato me llegó a través del libro “Better Than Before” de Gretchen Rubin, un poderoso material de efectos multiplicadores. Me refiero a un evento en la red que ya tiene unos cuantos años de vida y se conoce como NaNoWriMo.

Un grupo de amigos se junta y decide que cada uno escribirá una novela de 50.000 palabras en el lapso de un mes. Una locura colectiva, digamos. Eso es todo. Un juego, un desafío. No importa la calidad sino la cantidad, cumplir con el objetivo. No todos lo logran, pero la experiencia es muy motivadora, no sólo para ellos sino también para mucha gente que trata de sumarse. Es así como nace el “National Novel Write Month” que se cumple religiosamente en el mes de Noviembre de cada año. Una plataforma en la red permite entrar en esta competencia con uno mismo donde todos los que llegan a 50.000 ganan. Y los que no también. Suena sencillo, lo es. Suena tonto, no, no lo es, para nada. Es necesario un promedio de 1667 palabras diarias para cumplir, según la velocidad de imaginación y tipeo puede rondar las dos horas. El NaNo, como le llamamos todos los WriMos, es una auténtica aventura.

En noviembre de 2015 me senté a escribir el borrador de una novela amparada en esta “deadline” (otra vez el inglés con su luz peculiar) y en una comunidad de soporte que sufría, luchaba, disfrutaba y se enloquecía bastante igual que yo en miles de puntos del planeta. Cada uno fortaleciéndose más en su zona, en sus grupos de facebook. Todos alentándonos, como los maratonistas entre sí. Por puro amor y placer a lo que se hace. Como los runners. A esto sí que le agarré el gustito enseguida. Ahora voy en marzo (¡ya casi, pasado mañana!) por un NaNoEdMo (un mes para completar cincuenta horas de edición del borrador) y en abril y julio por dos NaNoCamps (versiones más tranquilas del Wrimo, que pueden dedicarse a cualquier tipo de escritura y cuya meta es fijada por cada participante). Los rebeldes encontrarán esto bastante inútil, como bien puede deducirse en el libro de Gretchen Rubin que me abrió esta puerta. Pero para mucha gente, en la que me incluyo, esta organización juguetona y solidaria es un gran aliciente para sentarse a hacer lo que se quiere hacer y que, de tan simple, tanto cuesta.

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Los primeros pasos siempre cuentan. Los últimos en general regalan una alegría inmensa. El tema son los del medio, que son tantos y tantos, a cada momento. Todos importan. Esta semana escribí para este post algo más de dos mil palabras (un poco por debajo de la media). También caminé alrededor de 98.000 pasos (muy por arriba de mi promedio). Ambas cosas me oxigenan. Me ponen en órbita, en un movimiento cuyo centro soy yo solamente cuando dejo de serlo. En una ruta que se parece mucho a aquella vereda de sol. El brillo ahora es trabajar y, ante las dudas o el cansancio, siempre seguir y sonreír.

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