09. Compras online
De todas las cosas que aparecen en mi lista anual de escritura, esta, la verdad la verdad, destaca. Lo peor es que no puedo decir que no sé en qué estaba pensando cuando atrás del "09" puse “Compras Online”, todo lo contrario. Venía de una agotadora maratón de análisis de productos, estudio de reputaciones, compras para nada compulsivas y largas esperas en el retiro de encomiendas. El contexto lo explica, si tuviera que identificar el diciembre de 2015 argentino con un título de la literatura universal diría sin dudar: “Crónica de una muerte anunciada”. Muchas pequeñas muertes simbólicas en una sola, que no fue mi elección (aunque no logro encontrar ningún consuelo en eso). Con un pronóstico devaluatorio tan claro me pertreché detrás de la notebook imbuída del espíritu de resistencia económica, tratando de hacer lo posible para salvar lo salvable y aprovechar lo aprovechable. Es así que llego hoy, 1 de marzo de 2016, a sentarme a pensar en algo sobre lo que siempre me sentí distanciada y ajena. Pero no. Ahí está, ahí estuvo y estará, el vil metal, devenido en papel ajado, abstraído en bits transferibles, has recorrido un largo camino “dinero”. Yo también. Me toca entonces mirar un poco fijo algunos detalles de esta relación amor-odio. Money money.
El responsable de mi educación económica fue principalmente papá. Había una estrategia muy clara, establecida tempranamente, para que integrara a mi vida un uso racional del dinero siendo muy chica. Porque desde que me acuerdo yo “cobraba” una “mensualidad”. No puedo ni imaginar los números de la época, me parece ver billetes anaranjados aunque soy incapaz de asegurarlo. No eran gran cosa, pero eran billetes, no moneditas, y era una vez al mes. Si quería que durara tenía que hacerlo durar. Esta estructura me llevó a despertar mi conciencia económica muy tempranamente y lo recuerdo con mucho detalle porque fue producto de un episodio bisagra, uno de esas situaciones perfectas para señalar un antes y un después. Pero para dar cuenta de tan fantástica vuelta de página tengo que remontarme un pequeño paso atrás…
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Mami era un gran radioescucha. Se llevaba todas las noche la radio a la cama, y la ponía en un volumen muy bajito aplastada debajo de la almohada para que la acompañara hasta dormirse, en una especie de pionero auricular por sofocación. Tenía también un audífono, un cablecito finito color cremoso, blanco amarillento, que terminaba en un conito para incrustar en la oreja. Muy incómodo. Ella prefería la almohada y yo también, cada vez que conseguía que me la prestara un rato para jugar.
Era negra. No. El estuche era negro. Estoy pensando en su tamaño para describirla y me miro las manos. La radio invisible me las separa unos veinte centímetros, porque esa relación era la que tenía el aparato con respecto a mi panza. ¿Cuántas deformaciones de escala estará sufriendo este recuerdo? El estuche negro tenía un montón de agujeritos en el frente. Uno al lado del otro, uno arriba del otro. Ideales para pasar por encima los dedos. Cada agujerito protegía y descubría la superficie plateada del parlante, con sus minúsculos puntitos negros.
El estuche también tenía correa, como atestigua la foto en la que la uso para musicalizar un baile arriba de la cama grande. Pero debe haber ido a parar a algún cajón porque “la radio” era un rectángulo a secas, medio áspero en su frente y dorso ajados lentamente, y muy suave arriba, donde el dial era capaz de pasear y hacer que suceda la magia. Y estaban los dos controles simétricos, claro. Rayaditos, plateados. Uno para encendido y volumen, el otro para sintonía. Había algo que no tenía permitido y que la hacía más hermosa todavía: sacarla del estuche. Ah, qué placer homogéneo, qué linda quedaba así, qué hermoso era sostenerla entre los dedos. Pero el estuche la protegía y la hacía duradera. Estaba en lo cierto mami. Fue la radio de toda su vida, o casi.
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La vi en una vidriera y fue amor a primera vista. Tan elegante, de un azul celeste precioso, mi color favorito. Muy pero muy portátil, más chica que la de casa. Y con un gran dial, ahí en el mismísimo frente, una enorme aguja roja que cubría un arco completo de 180 grados sobre forndo plateado y negro. LA QUERÍA. Mi amor por los dispositivos electrónicos de comunicación empezó ahí, con la ñata contra el vidrio.
Me voy a arriesgar a decir la cifra que está en mi memoria con la posibilidad muy cierta de estar mandando cualquier verdura. Eran “pesos ley” y la radio salía $ 9000. Carísima para mi pobre mensualidad, a la que igualaba en tres meses enteros. No me importó. La quería para mí, haría cualquier sacrificio, esperaría con paciencia, juntaría “tres sueldos” hasta tenerla. Estaba muy decidida. Esa noche se lo conté a papá y tuve mi primera lección económica de baño de realidad. Lo precoz del asunto no me sirvió para aumentar mi comprensión del tema en la vida adulta, sigo sin entender cómo hemos construido este sistema de intercambio tan desquiciado, pero es cierto que gané algo de pragmatismo y previsión. Papá me explicó que cuando los tres meses pasaran la radio ya no iba a valer lo mismo, iba a ser más cara. Y la plata no me iba a alcanzar. Quizás un cuarto mes hubiera sido suficiente para cubrir el proceso inflacionario, pero no pude pensar en esa salida en el momento. Estaba tan deprimida que no podía pensar nada, mi proyecto se desvanecía, nunca iba a poder poner la radio debajo de la almohada a la noche, como hacía mamá.
Pero entonces papi, que lo sabía TODO, me dio la segunda lección económica de mi vida y me introdujo en el peligroso pero seductor mundo del crédito. Papá, el sabio, habló y dijo: “yo te presto los $ 9000 para que la puedas comprar ahora, pero durante tres meses no vas a cobrar la mensualidad hasta devolver el total de la plata”. Trato hecho. Ni un centavo de interés, una ganga (de este tema no me explicó nada gracias al cielo, Cabrera se apiadó y me prestó a una tasa cero razonable, era demasiada información en tan poco tiempo).
Esa fue mi primera gran compra, que encima fue a crédito, cuyo pacto se respetó a rajatabla en el largo y penoso camino que siempre se recorre para saldar nuestras deudas. Amé mi radio azul por un tiempo, después mi entusiasmo se desvió hacia alguna otra cosa, no sé en qué cajón quedó olvidada. Pero la operación por la que llegó a mi vida sigue presente. Aprendí. Hoy puedo optar con más cintura (cuatro meses de espera hubiera estado bien para mí, soy de las que prefieren pagar al contado).
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Un par de meses antes de morir mami estuvo varios días en terapia intensiva, por una hemorragia, producto del retiro de su flamante e inútil prótesis de cadera, que la había puesto en un estado de infección permanente. Fue una temporada muy difícil y triste, en la que su deterioro no sólo avanzó rápidamente sino que fue muy general. Quiero decir, no sólo físico, también cognitivo. Pero esos días que pasó en terapia todavía estaba lúcida. Podía verla muy poquito, sólo media hora dos veces al día. Me imaginé que se aburría un montón ahí dentro así que, sin pensar ni una sola vez en todo lo que estuve contando, le compré una radio. La suya, aquella fabulosa, había concluido su ciclo en algún momento en que no presté atención, uno de esos en los que ser indiferente a lo que le pasa a tus padres parece ser parte necesaria del crecimiento. Tenía una nueva, grandota (y fea) demasiado voluminosa para tener en una cama de terapia. O no, no sé, yo quería regalarle una radio. Compré también unos auriculares bien económicos, cosa que los pudiera aplastar tranquila contra la almohada y se los pudiera reponer. No entendí en ese momento mi gesto de despedida. Lo veo recién ahora que relaciono estos tres aparatitos a pila que nos acompañaron. La “Tonomac” es un punto medio entre las otras dos, ni tan grande ni tan chica. Ni tan buena ni tan berreta. Ni tan escuchada ni tan poco. Yo no salí radioescucha como ella, me informo sólo a través de la lectura. Pero la guardo. Después de su muerte la traje a casa, la tengo conmigo. Es la radio de las emergencias, de los temporales, de los cortes de luz. Tiene un lindo dial, detalles en un verde celeste clarito y FM, algo que las otras ni soñaban. Se siente bien en las manos, me gusta su peso y saber que ella la tenía en su pecho, con una sonrisa, antes de perderse a sí misma y antes de que la perdiéramos los demás. La extraño horrores. Creí que el lector de CD que le regalé a los 80, junto el botín pirata de la discografía completa de Frank Sinatra habían sido mis últimos regalos para ella. Era un Philips blanco que disfrutó muy poco tiempo (falleció un par de meses antes de cumplir 81). Lo miraba y pensaba en nuestro apellido, el oculto que también está conmigo, Filippo. El grabador se rompió y, aunque se podía arreglar, lo regalé. Me llamó la atención mi gesto porque me desprendía del último objeto que nos había unido. Pero no, me equivoqué y me doy cuenta recién ahora. Era la radio. Obvio. Cómo no. Tenía que ser la radio.
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Hasta ahora hablé a partir de “compras”, pero todavía estoy fuera de línea. Estar on-line me lleva directo a finales de los noventa. Ajá, del siglo pasado. Después del proyecto trunco de mi adolescencia de estudiar programación en los ‘80, suspendido por amor al deporte y la naturaleza, la computación pasó a ser ese algo que estaba ahí afuera, implementándose poco a poco, ajena, y volviéndose a la vez paulatinamente personal. No volví a pensar en el tema hasta que conseguí un trabajo administrativo en el que tuve que sentarme por primera vez frente a una. Eso era lo que yo creía, que estaba frente a la “computadora”. En verdad en mi escritorio había simplemente una “terminal”, un monitor conectado al verdadero procesador central que tenía un sector dedicado en la empresa, incluso debidamente refrigerado. Una versión minúscula, muy reducida de aquel CUPED (Centro Único de Procesamiento de Datos) por el que había pasado mi papá.
Trabajaba en el sector Caja, tenía que ingresar los pagos que traían los transportistas y viajantes, data enter puro y duro. La mayoría de los monitores tenían letras color verde, había uno que otro muy especial de “fósforo blanco” y estaban los color ámbar, que eran mis preferidos. Podría decir, para graficar, que estaba en un ambiente similar al DOS, del cual no conocía ni jota. Pero de hecho distaba de serlo, porque cada vez que daba enter ingresaba en un mundo diseñado especialmente en COBOL bajo UNIX. Los añitos de piano y la mecanografía del secundario me dieron una buena digitación al tacto, escribo rápido sin mirar las teclas. [Ayudó mucho en el secundario haber tenido mi propia máquina de escribir portátil. Una “Underwood” color celeste que perdí años después en circunstancias confusas y en manos de M., a quien amaba dolorosa y secretamente. Eso hizo que nunca se lo recriminara ni extrañara realmente al aparato.]
El analista trabajaba constantemente en la empresa y empecé a chusmear un poco lo que hacía. Cuando entraba al sector y ocupaba alguna de nuestras terminales la pantalla se transformaba, ofrecía otras cosas. Pregunté. Así vi por primera vez un procesador de textos, escondido como una oportunidad latente, develado por la alegría apasionada de un nerd hecho y derecho encantado de encontrarse con alguien interesado en su trabajo. Me di cuenta rápido del poder de transformación que había en esas pantallas.
En ese entonces tuve un par de ideas de sentido común mientras hacíamos el trabajo. En sus formularios los viajantes cargaban la información en un orden que podemos llamar A, B, C, D y E. Pero cuando nosotras teníamos que incorporar esa información al sistema teníamos que cargar algo así como B, D, A, E y C. Los golpes de vista entre una cosa y otra, saltar de acá para allá en la hoja, hacía perder tiempo y daba mucho margen para cometer errores que se pagaban carísimo a la hora de buscar las diferencias de caja. Estoy hablando de muchos números por cada línea: fecha, código cliente, código viajante, monto, número de cheque, código de banco, de ciudad, de sucursal. Supuse que era más fácil cambiar la planilla que el programa, aproveché una tarde tranquila y lo rediseñé bien simple en papel para mostrárselo al analista, a ver qué le parecía. Una hora después que lo vio estaba sentada en la oficina del gerente explicando mi perspectiva, lo cual nos llenó de asombro a todos (a ellos por la idea, a mi por la recepción). Se implementó enseguida, funcionó bien, me abrió una puerta para crecer en el trabajo, pero, por sobre todas las cosas para mi gusto, me acercó al trabajo de C., el analista, con el que nos hicimos compinches. Mi costado lógico y organizativo se encendió nuevamente. El futuro había llegado.
Cuando cambié de trabajo fui muy decidida al negocio de los proveedores informáticos de aquella empresa. Conocía de vista a algunos técnicos y les tenía confianza. Pedí asesoramiento para entrar al misterioso mundo de la PC. Me tuvieron una paciencia infinita y me orientaron sobre asuntos crípticos como la RAM, el disco duro, la velocidad de procesamiento. Y me hicieron un presupuesto. Altro que la radio azul, era a crédito o nunca la tendría. Me había ido de la empresa por decisión propia y en muy buenos términos, lo pasamos como despido para poder cobrar el fondo de desempleo. Ese ingreso fue directo a pagar cada una de las cuotas de mi primera PC, rompiendo la maldición que unos años antes S. creyó había caído sobre nosotras. Porque ella aseguraba que “jamás” íbamos a tener una computadora (me encargo de recordarle sonriente el tema bastante seguido).
No sólo la teníamos, ¡venía con el flamante Windows 95! Era un salto enorme. En el trabajo nuevo tenía una con Windows 3.1, me adapté a los dos sistemas en simultáneo. Mirando, metiendo mano, leyendo revistas, preguntando. Sin ningún curso y con mucha audacia (o inconsciencia). No era que no quisiera formarme, tenía muchas ganas en realidad, lo que pasa es que tenía computadora pero no tenía un mango. Así que me puse a buscar dónde estudiar gratis y entré al Comercial a una carrera terciaria, nada de andarse con chiquitas. En dos años podía ser Analista Programadora, y en tres, de Sistemas. No lo soy por un pelito matemático, me costó demasiado volver a pensar en esos términos después de treinta y pico de años. Todavía no estaba on line, pero casi.
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Primero había que tener teléfono lo cual se dice fácil pero no lo es. Eran las falsas doradas épocas en las que las líneas habían pasado a tener disponibilidad inmediata, lástima que aunque trabajaras era tan poco lo que se ganaba que conectarlo salía una barbaridad. Algo conmovió a C., el hermano de S., que no hizo ese favor, no recuerdo por qué. De golpe teníamos teléfono. Estudié al dedillo las posibilidades de los planes de Telecom y conseguí lo imposible: era tan poco lo que gastábamos que nos hacían un descuento sobre el abono (nadie nos creía cuando contaba lo que pagábamos). El aparato estaba con nosotras para otra cosa, tenía que conectarnos al universo.
Todavía faltaba la tarjeta de crédito. Porque sin tarjeta no había conexión con el proveedor que ofrecía el plan más ventajoso: doce horas en el mes y “tarifa plana” (una conexión sin límites) de 00:00 a 08:00 hs. El único que se apiadó de mi recibo de sueldo fue el Banco Nación, que me la otorgó. Todavía conservo ese plástico por el cariño que me provoca, y aunque se renovó muchas veces mi límite al día de hoy -dado que jamás actualicé ninguna información de ingresos- me permite un gasto máximo de $ 600. Creo que este detalle actual pinta bien la precariedad de fin de siglo con la que, a fuerza de remar contra la corriente neoliberal, nos metimos por fin en Internet. Con mayúsculas.
No había ni una página web en castellano. Pero las revistas importadas estaban a bajo precio, comprábamos la española PCManía y nos armábamos verdaderos itinerarios, una hoja de ruta para visitar después de las 00:00 y hasta que el sueño aguante. Por fin estábamos on-line y Amazon era un boom. Juntamos peso sobre peso para comprar “Human and animal locomotion. VOL I”, el tratado visual del cuerpo humano en movimiento del fantástico Eadweard Muybridge. Imposible con nuestra tarjeta, claro, así que otra vez apareció nuestro hado padrino C. y nos prestó la suya para hacer nuestra primera compra on-line, internacional.
No tengo una exacta progresión de las cosas. Recuerdo que el modem 56K era un avión, y las cosas empezaban a ser más fáciles. Y nos bancarizamos a la fuerza cuando el 2001 nos agarró con plata en el banco por primera vez, fruto de una indemnización. Ajá, mis primeros plazos fijos, qué momento más atinado. Y nos fuimos configurando con la nueva tecnología, como siempre, sólo que a pasos agigantados porque las cosas evolucionaron muy rápido. Con trabajo, sin trabajo, con banda ancha, con plata, sin ella, con la web 2.0 y sus misterios, y la red social que todavía no se conocía, y el Whatsapp que lo saqué del celu porque no lo usaba nadie y no tenía con quién comunicarme... Al día de hoy no puedo creer que todavía la gente pague sus cuentas en el banco, hace muchos muchos años que hago todo por internet. Y compro cosas, claro, aunque los datos de mi tarjeta nunca los subí porque la paranoia es la paranoia, el miedo a la conspiración siempre gana.
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Disto de pertenecer a una generación que se considere nativa digital, pero me siento como si lo fuera. Aunque esa categoría se puso en discusión hace rato (y debo ser un ejemplo de la crisis del concepto) siempre me sentí a gusto, intuitivamente, con las máquinas. No sé por qué, pero es así. Habrá sido aquel intento fallido de papá en mi adolescencia que me puso en órbita y me permitió fascinarme y entrenarme en algo nuevo sin tenerle miedo, ni prestar atención jamás a mi edad.
Después de pertrecharme en diciembre en Mercado Libre y estrujar mi cerebro entre mi minimalismo latente, el devaluacionismo reinante y la nunca bien ponderada relación necesidad-calidad-precio, hice mis últimas compras agobiantes y quedé en paz porque tengo lo que necesito para aguantar esta nueva corriente neoliberal en la que desgraciadamente volvemos a remar. No hubiera podido hacerlo offline. La red está llena de oportunidades, de amor, de servicios, de violencia, de basura. La red es una réplica de lo que construimos en cualquier parte, física o virtual, y hay que aprender a vivir en ella como en cualquier lado. Aquí estoy, sin ir más lejos, permitiéndome la publicación de este entrenamiento juego mental cotidiano semanal que me terapiza un poco por momentos porque hace que trabaje en mi autorreferencialidad del modo más humano que puedo, recordándome y recordando lo que amo y lo que me ama y lo bueno y lo malo y lo que puedo lo enseño. Lo muestro. Una semana caótica en su propuesta me sorprende con una basurita en el ojo izquierdo al pensar en la muerte de mami y esa radio duelo de la que no tenía idea, la que por lo visto aún sintoniza una herida abierta. Tengo que agradecerles, ya, que estén ahí completando esta aventura de imaginarme, porque me obligan a enfrentar dolores opacos y a crecer. No hay nada que quiera más que eso.