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10. Rutina matinal

Oh, la rutina. Rutilante palabrita. Despiadada, aborrecida, humillante. Pegada en el imaginario a oficinas lúgubres, movimientos repetitivos, hombrecitos grises, amas de casa al borde del desquicio. Amenaza de hippones y creativos, la pesadilla de hacer lo mismo todos los días. A mi, personalmente, esta lectura me sabe a viejo. Alguna vez tuve miedo de sentirme encorsetada por “lo mismo”, cuando era joven y alocada. Ahora, que soy joven y madura (ponele) la palabreja es música para mis oídos y se acerca a otra que la interpela y viceversa: estructura. Dame una rutina, discipliname, y haré algo de una vez por todas. Creo que la idea sigue subvaluada, desprestigiada en muchos ámbitos y generaciones. A los minimalistas nos encanta (es casi como decir hábito). Quien quiera hacer algo a largo plazo sabe que tendrá que organizarse y lidiar con ella. No hay otra. En esos casos hasta no tener rutina se transforma en una rutina.

Lo cierto es que todas las mañanas llega un momento en el que hay que levantarse y renovar contrato con el mundo. Esa cosa fresca de las primeras horas es lo que atrae tanto a la caterva de minimal bloggers que seguí durante un tiempo. O bien se contagiaban unos a otros (por sus propias referencias los conocía así que es lícito imaginarlos leyéndose entre sí) o existe un santo grial de la productividad y la relajación que debe buscarse si es posible mientras amanece. Yo hace rato que lo intento. (Iba a agregar “sin éxito” pero no es cierto, si bien nunca estoy conforme ni estabilizada a tempranas horas he tenido mis pequeñas victorias, naturalizadas a través del tiempo).

En fin, hagamos memoria. (Claro, qué hermoso, la memoria se hace).

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Mi primera historia sobre qué hacer temprano está protagonizada por papi, líder excluyente. Dicen que la gente puede dividirse entre alondras y búhos, pues él no era ninguna de las dos cosas. O bien no podía permitirse la trasnoche y estaba obligado a arrancar temprano. Eso hacía que despertarse fuera una de las peores cosas del día, malestar al que me plegué vaya uno a saber por qué tipo de ADN. Una palabra antes sobre mami, a quien NUNCA vi molesta a la mañana, al contrario. ¿La llamaba papi o se despertaba sola? Él arrancaba antes, seguro, pero ella ¿de dónde sacaba todo ese buen humor? Su “alondrismo militante” no nos caía bien, preferíamos ignorar tanta positiva e incomprensible alegría. A primera hora nuestro lenguaje corporal expresaba nuestro mantra: en esta casa se sufre para salir de los brazos de Morfeo, y se cavila largamente sobre su abandono. Por lo tanto ignoro qué hacía mamá al levantarse. Prendía la radio, preparaba el desayuno, sí, pero no recuerdo su “paso a paso”. En cambio fui testigo día tras día, año tras año, de los momentos importantes de la rutina de papá.

Cabrera trabajaba en el centro de la ciudad de Buenos Aires así que viajaba una hora y media larga para llegar a destino. Entraba a las 9:00 hs, salía de casa aproximadamente 7:20 hs. Bajábamos juntos muchas veces cuando yo iba al secundario. Me acompañaba hasta la parada de colectivo y cruzaba la avenida, viajábamos en direcciones opuestas. Caminábamos entre 100 y 150 metros en silencio, como camaradas de armas luchando contra el mismo enemigo: el sueño. La única excepción era un chiste malo que repetíamos cada vez que las baldosas “de abajo” estaban húmedas. El primero que las notaba decía “¿llovió?”, el otro contestaba “limpiaron”. O viceversa, lo importante era que la conclusión siempre fuera falsa. No entiendo por qué nos causaba tanta gracia y menos la compulsión a la repetición.

Hay un momento cero de la rutina matinal. El renacimiento. El regreso. El amanecer de nuestra voluntad. Oh si. Todos pasamos por ese misterio cotidiano de abrir los ojos y volver de vaya uno a saber dónde. Ajá. Todos los días nos despertamos y algo fresco, nuevo y crujiente empieza su ciclo. No es para nada difícil asociarlo con un nacimiento (no voy a profundizar en esto porque a la noche duermo como un angelito y no tengo ganas de complicarme la vida con metáforas siniestras).

Dime cómo te despiertas y te diré cuánto sufres la reincorporación. Mi modelo, mi ejemplo, mi líder espiritual del “un ratito más” fue papá. Tenía un ENORME reloj despertador. Muy robusto. Con campanillas que eran martilladas estruendosamente. Números blancos sobre fondo negro, cuerpo plata, diseño clásico pero estilizado, digamos “moderno”. A cuerda. El hombre me enseñó a martirizarme con su espíritu sacrificial: podría haber sido el inventor del snooze. Lo aplicaba analógicamente:. MOVÍA LA AGUJA DE LA ALARMA DIEZ MINUTOS MÁS TARDE y volvía a dormir. Cuando sonaba por segunda vez LO VOLVÍA A HACER. Y por lo menos lo hacía UNA VEZ MÁS. ¿Notan mis atribuladas mayúsculas? ¿No era un auténtico martirio? ¿Es esa la manera de llegar al mundo cada mañana? ¿Es papá el responsable de sembrar el rito en mi loca cabecita,la que nunca sanó, y ahora me obliga a hacer lo mismo con el celular?

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En el día tomamos quichicientas decisiones. Todo es opción. Ir acá, ir allá, ir acullá, comer esto, comer lo otro, lo hago, no lo hago, lo pruebo, lo dejo para después, lo compro ahora, me acuesto, me levanto… Las rutinas vienen a darnos un poco de descanso a toda esa presión existencial permanente. Cristalizan algo medio líquido (lo digo más a lo Terminator 2 que a lo Bauman) y si bien no detienen el imparable tren de opciones que pasa delante de nosotros a cada momento, nos dan un respiro, o nos llevan a otro nivel de elección. Como un banco en el andén que nos da algo de comodidad (a la opción nos vamos a tener que subir igual).

Ciertamente quisiera empezar el día con el pie derecho y respetar la decisión de levantarme a X hora, tomada la noche anterior, sin cuestionamientos. Pero mi X contiene una ecuación psicótica porque no es X sino H que es igual a X+10+10+10. Unas seis o siete horas antes sé que el snooze me dejará ir y volver 3 veces de diez minutos en las que no sólo me duermo, hasta sueño. ¿No es anormal? Mi rutina de “arriba que arrancamos” tiene su toque desagradable que no consigo revertir. Es gracioso, dócil, placentero seguir otro rato, pero agota. Amanezco en tensión. Quiero una cosa y hago otra. Y sé que si saltara de la cama en el primer intento la tensión se reduciría a ese mini desgarro entre consciencia e inconsciencia, ese estupor físico de ponerse una vez más sobre tus pies, caminar, dejar que entre aire fresco a la masa informe que todavía es tu cabeza. Sin decisiones, sin imaginar el postergamiento, sin hacer concesiones, ¡sin procastrinar! Hasta hemos tenido que acuñar una palabrita nueva para nuestro vuelteo en hacer las cosas, la tendencia psicológica a dejar lo que tenemos que hacer para después.

No es precisamente un gesto productivo arrancar de esta manera, lo sé, lo lamento, mejoro algún que otro aspecto pero no logro todavía erradicar aquel ejemplo sufriente de papi de mi estructura de pensamiento. Para buscarle el lado positivo podría decir que es un desafío que me sigo planteando a diario, porque más de cuarenta años después le doy batalla e insisto en dominarlo. Up! Arriba! Now! Sigo con la idea en mente. Quizás estas, mis blogorias, ayuden y por fin ande cerca de dominarlo.

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Una vez que papá conseguía levantarse me parece que se bañaba. No lo puedo asegurar porque yo volvía a dormirme cuando dejaba de escuchar su despertador. Ya se ocuparía él de llamarme personalmente. Porque Cabrera se levantaba temprano, mucho antes de salir de casa, básicamente para… tomar mate. La cocina tenía una mesada de granito con una pequeña patita a la izquierda, una L acostada de base cortita. El artefacto cocina estaba a continuación de la patita. Papi se sentaba en ese rincón, frente a la hornalla. No usaba termo, una vez que se calentaba el agua dejaba el fuego al mínimo y ponía la pava de costado, apenas rozándolo. Eso permitía que el agua se mantuviera caliente sin llegar a hervir. Como era un hombre bastante alto la mesada le quedaba cómoda, apoyaba su brazo derecho en ella como si la esquinita hubiera sido hecha para instalarse así.

Tomaba mate dulce, pero su técnica era infalible para evitar que la yerba se lavara por efecto del azúcar: retiraba usada y agregaba nueva en pequeñas dosis. Un vivo, papá. También fumaba. El cigarrillo estuvo presente toda su vida, que se acortó precisamente por eso. Ya traté un par de veces de ver Mad Men, la serie sobre los publicistas americanos de los 50, pero todavía no pude pasar del piloto, que me encanta. Esa época marcó seguramente la generación de mi padre y pienso que puede enseñarme mucho sobre su dependencia a vivir y morir por el humo del tabaco.

43 70 durante casi toda mi infancia. Imparciales cuando cruzaba el charco adolescente y me hacía adulta. Mamá, que nació igual que él en 1927, fumó también muchos años, cigarrillos Kent. Pero antes de empezar la escuela tuve un cuadro de dolor en la nuca y la base de la cabeza. Marta desesperada diagnosticó una meningitis súbita y rezó para que no lo fuera. Prometió dejar el cigarrillo para siempre y cumplió. Yo tenía una simple tortícolis.

Para mi generación ya estaba mucho más claro que fumar es peligroso. Crecí jurando que nunca lo haría y tratando de convencerlo a él para que lo dejara. A papi le daba mucha gracia, y me aseguraba que en algún momento yo lo iba a probar. Le contestaba enojada que no, no y no, hasta que un día directamente apostamos. Tenía 12 años. Si a partir de ese momento no fumaba por el lapso de 20 años papá me tendría que dar un auto cero kilómetro. Si sucumbía, la que tendría que darle el auto sería yo. Ja. Trato hecho. Con doce añitos me había conseguido la ganga de asegurarme un auto para los 32, un negocio perfecto. Y todo fue muy bien hasta que a los 21, muy estimulada por el contexto, no aguanté más y acepté probar uno de los Le Mans que fumaban mis amigas. No me importaba perder la apuesta, ya conseguiría la forma de comprarle el auto a papá. Yo tenía que aprender todo de la vida y no iba a dejar pasar una ocasión sencilla como esa que, por supuesto, podía manejar perfectamente.

Cabrera se divirtió de lo lindo con el tema que confesé al instante, y me pidio que me cuidara para no caer en el vicio. Pobre, me causó tanta gracia, era yo la que manejaba al cigarrillo, no él a mí. Acto seguido mi padre pidió su recompensa, lo cual me sorprendió mucho. Para mí estaba claro que el trato era a 20 años. Perdí, cierto, y pensaba honrar mi palabra y cumplir, pero tenía que pagar al cumplir 32, faltaban once años. Era mi sincera interpretación del caso. La deuda y fecha de pago quedó fijada. Yo seguí contenta con mis Le Mans, que en épocas de escasez se transformaron en cigarrillos brasileros o paraguayos, hasta en armados. Pero que tuvieron una etapa Marlboro y finalmente la adopción de una marca, el acompañante perfecto: mi vicio se vestía de Parliament, y si era box, mucho mejor.

Por supuesto no manejé nada. Llegué a fumar un paquete diario durante algunos años. Quería dejarlo y no podía, me hacía unos planes tan torturantes como el snooze, en los que dejaba un cigarrillo por día: hoy fumo 20, mañana 19, pasado 18… Reemplazaba las ganas de fumar con vasos de agua, o caminatas de una punta a la otra de la oficina. Nada daba resultado. Hasta que me enamoré de una asmática. S. nunca dijo una palabra al respecto. Yo abría ventanas y trataba de no molestar. A los cuatro meses de estar saliendo, sentada en casa, en mi escritorio, con un cigarrillo en la mano, me pregunté "¿qué estoy haciendo?" Lo apagué y le regalé el atado que tenía por la mitad. No fumé más. Reversioné a Martita y su promesa. Lo hice por mí, pero pude hacerlo porque sentí que lo hice por ella.

Al poco tiempo supe que papá tenía cáncer de pulmón, y falleció seis meses después. Creo que si no hubiera dejado de fumar antes de saber que estaba enfermo no hubiera podido hacerlo. Yo tenía 29 años, él 67. Me faltaban tres para comprarle el auto. No aprendí nunca a manejar, se suponía que era él quien me iba a enseñar.

No tenía idea de todo esto cuando lo veía matear y fumar por las mañanas. Él jamás podría imaginarme escribiendo nuestras vidas tabacales en un cuaderno, con el mate al lado, como parte de mi rutina matinal. O sí, no lo sé. Sé que todos elegimos como podemos nuestras mañanas y que el amor a los otros es un vehículo excelente para el amor a sí mismo.

Eso me recuerda que volver todos los días a abrir los ojos al mundo debería convertirse en un rito de celebración. Tengo pendiente la tarea de transformar ese campo de batalla en algo suave, armónico.

Estoy en eso.

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