11. Blog
Semana 11 del año. Hace unos días imagino este post por lo tanto ahora, que empiezo a trabajarlo, mi idea no funciona. “Así no que me inhibo”, me dice. “La clave” -sigue diciéndome- “es que no pienses lo que pensás, sólo que pienses “mientras” pensás”. Es muy locuaz mi idea, y muy apegada a las comillas. ¿Estaré acercándome al punto del bloqueo del blogger? ¿Existe semejante cosa? Esta tarea informal, laxa, fresca; este tipo de publicación autónoma, automática; esta ida y vuelta sencilla, amorosa, ¿en qué mom
No sé qué iba a decir. ¿Qué “mom”? No estoy concentrada. S. tiene un problema que intenta resolver celular en mano. Me relata las respuestas y los silencios. Yo estoy muy preocupada por mi bloqueo -que ni siquiera sé si es real- y le dejo mi cara neutra mientras me habla. En lugar de atender me fastidio por dentro, está interrumpiendo un momento panicoso escritural. Veo que los extrañaba. En la ficción pasa todo el tiempo, adonde quiera que voy no sé dónde voy. ¿Alguien se siente cómodo en un callejón oscuro? Quizás la memoria es igual, cuando traspasás la redonda cifra del 10 y llegás a la semana de tu número preferido (ego ego, ¿por qué no el 6, el que llevabas en la espalda cuando compartías los colores de un quipo? ¿Tiene que ser el 11 porque un día como tal viniste al mundo? ¿A qué viene todo esto?).
Me canso de mi indiferencia premeditada ante un problema real de la vida real como el que atraviesa S. Me culpo por mi vida real ocupada con reales conflictos suscitados por cosas que no se ven ni se tocan ni se huelen pero se imaginan, y por ende de a ratos son supra-reales y en otros una mismísima mierda abstracta. Me tensiono entre lo que se supone quiero contar, que a esta altura no recuerdo, y la incipiente idea de describir el estado que atravieso en su lugar. Resuelvo como la mejor en un horario tempranero: me voy al baño. Sin el cuaderno, por supuesto. Vaffanculo. Me lo llevo a Pynchon, estoy leyendo “Al límite”. Entro de lleno en una ficción sentada en el trono, no es la mía, puedo estar tranquila. No, mierda, acaba de estrellarse un avión en el Worl Trade Center. Se sabe que va a suceder desde la contratapa del libro, como si fuera un señuelo alrededor del cual se organiza una realidad desbocada, múltiple, tan vertiginosamente imaginada que da la sensación de ser más verdadera que la verdad misma. Ya ni lo esperaba al espoiler anunciado desde este lado de las cosas, me explota en la cara.
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Hoy es otro día, es mañana. Las cosas se pusieron porosas, pastosas por aquí, una cuestión de punto de vista como en reversa, como dar cuenta del calce de un guante pero desde la perspectiva del dedo. Se verá un todo poco oscuro pero íntimo, ¿verdad? (Me gusta cuando se me parte con naturalidad la gramática como en la frase anterior. Escribo frase y leo fase). ¿Por qué escribo un blog A MANO? Estoy a tiempo de volver a una crónica suave, al estilo que fue imponiéndose a lo largo de diez semanas. Incluso puedo eliminar todo esto cuando llegue el domingo y me disponga a editar. Saco muy poco en general, estoy muy encima del texto como para tener una verdadera distancia al leerme (me refiero al tiempo y uso metáforas espaciales, así estamos).
La señal más fuerte del cambio entre ayer y hoy es que me quedé sin tinta en la lapicera (ahora pienso que si sigo con este tono ninguna foto de mi infancia servirá para ilustrar, oh la mente, como divaga difusa, qué difícil es estar realmente en un lugar a la vez). (O mejor dicho, estar en un lugar -mental- y quedarse realmente en él, sin saltar como un mono de una rama a otra). Cuando empecé a escribir en enero tenía todavía dos Pelikan Mini Ink empezadas, color negro. Las terminé. Opté por usar una Parker ¡a cartuchos! Me había comprado una pluma fuente, esperando que hubiera algo importante para ser escrito, una “ocasión”. La usé desde la semana 2, un día que tenía plan de escritura. Porque a veces me copo con algo y no me alcanza el tiempo, entonces me dejo una indicación a mí misma para el día siguiente. Lo último que le dice la Pelikan a la Parker, en mayúsculas, es “///SALTO A LA PILETA///”. Ahí me hundo en el azul lavable, una tinta clarita que se aclara más con el paso de los días. Esto será así hasta la semana 8, en la que me paso a una Parker Rollerball, con un azul bien oscuro que pisa fuerte y se desliza agradable. Es la semana que le toca a RUNNING y lo primero que se lee en mi cuaderno en azul oscuro es “Escribo este blog como quien sale a correr todas las mañanas” (faltó que aclarara "y tengo zapatillas nuevas").
¿Soy yo la que le busca la quinta pata al gato o todo tiene un fuerte poder simbólico? La rollerball decide cansarse justo hoy, se agota, termina el tanque y me deja sin tinta a mitad de una frase. Tengo a mano una Uni-ball SIGNO 0.7 negra y vengo a bien así que ni lo pienso, dejo una y agarro la otra, sigo escribiendo porque me siento a buen ritmo y con el brazo relajado. Por esa razón ahora en el cuaderno hay una frase que empieza escrita en azul, se va desgajando, lacerando, y después pasa a un suave e intenso negro. Una palabra articula el pasaje, la primera letra, la “p” se lee nítida, después el trazo queda débil, la última es pura marca transparente sobre la hoja. La palabra es “pero”. Y en negro, ahora sí, muy claramente se lee: “desde la perspectiva del dedo” (en esa metáfora del guante de una hoja atrás, serán dos o tres párrafos arriba medidos en pantalla). Ahora siento que estoy escribiendo desde el lado oscuro y me debato entre contar mi primera experiencia bloggera nacida en el armario del armario o arrancar hablando de las cartas, que son el antecedente más claro de esta interioridad hecha letra.
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En algún momento empecé a escribir cartas, no sé cuándo. Siento que es algo que estuvo siempre conmigo. Es probable que haya sido testigo de la práctica en casa, la generación de mis padres escribía mucho. Con el mail se recuperó un poco esa práctica pero se hizo laxa. La instantaneidad del envío y recepción quitó mucho de ese halo de misterio que rodeaba al sobre. ¿Llegará? ¿Cuándo? ¿Sentiré lo mismo? Por favor, señor cartero, ¿no hay nada para mí?
Mami tenía a su familia en Santa Fe mientras vivíamos en Morón, es probable que les haya escrito y que yo la haya observado. El teléfono era un objeto casi de lujo, se usaba para emergencias y casos especiales. O para ponerse de acuerdo puntualmente, en conversaciones cortas. No teníamos. Lo pedíamos prestado a los vecinos (sobre todo recibíamos llamadas, tratábamos de no hacerlas para no abusar). Otras épocas, definitivamente.
Tengo una caja llena de sobres, la correspondencia entre mami y papi cuando él se fue a trabajar a Río Gallegos mientras eran novios. En el ferrocarril. Había un plan de casarse e irse a vivir allí, pero algo falló. Las tengo desde que falleció ella, que las guardó algo así como cincuenta años. Todavía no las leí. Es la última palabra nueva de ellos que puedo visitar. (Pensé mucho esa última frase, no encontré mejor forma de decirlo). Eso es lo que tienen las cartas, retuercen el tiempo.
Así que calculo que mi práctica epistolar fue temprana, por imitación. Lo que sí recuerdo con mucha claridad al respecto es una dinámica que establecí con L., mi gran gran mejor amiga de toda la vida. Bah, nos conocimos a los 17 (míos, ella es muchísimo mayor que yo, como dos años) jugando al softball. Nos hicimos ultra amigotas enseguida. L. vivía en Vicente López, a una distancia de casa muy exagerada para ir y venir. Con todo lo que había para contarse y pensar y ver y hablar tiradas en la cama, sin que las horas significaran más que el puro presente de estar a gusto (bastante meditativo ahora que lo veo escrito) nos instálabamos en una u otra casa constantemente. No podíamos pasarla mejor. Pero había un problema: L. siempre se quedaba dormida cuando yo todavía tenía un montón de cosas para decirle. Siempre. Era frustrante. Puedo todavía verla haciendo fuerza con los ojos, cabeceando, interesada pero vencida. Le ponía trampas, lanzaba cosas que sabía que la iban a atrapar y por un par de minutos lo lograba pero, indefectiblemente, L. se dormía.
Entonces yo le escribía. Agarraba una hoja y seguía la charla, con ella durmiendo al lado mío. A la mañana siguiente L. arrancaba temprano, acompañada de mis ronquidos. La esperaba una carta que completaba lo que no había alcanzado a escuchar a la noche, y la leía conmigo ahí, pero en otra parte. No me gusta para nada hablar de “épocas” en la vida de alguien, mi época es esta, la que estoy viviendo ahora, siempre. (Pero todo eso era tan genial… ¡Qúe época!)
Me doy cuenta. Estoy contando esto porque escribo este blog como quien escribe una larga carta. Porque el mail fue atrincherado por el SMS, el chat, el tweet. Hay una epistoralidad recargada que cultiva lo instantáneo. Es tremendo pero la asociación que me viene a la cabeza es “el escupitajo”. Escupimos caracteres, así de rápido, fácil salen, llegan, pasan. Decimos cosas que cara a cara no se habrían expresado nunca de esa forma, uno contra todos, todos a uno, la palabra enloquecida. No sueno lo suficientemente ambigua diciendo esto, se manifiesta sólo mi costado que observa lo reprobable. También me encanta, me divierte, me informa. Pero la carta es uno a uno y eso la hace muy potente. La carta conoce el espacio que separa al emitente del esperante, y hace de la hoja un culto al encuentro. Algo de esa vitalidad se esconde acá, en este blog, que es uno a varios. Pasa que está escrito como si L. estuviera dormida y yo siguiera con ganas de hablar otro rato.
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Hubo un blog antes de este blog y, para ser honesta y rendirle sincero homenaje, su historia debo contar. No obstante sigo sintiendo que este es el primero, será porque en aquel tenía coequiper o, más aún, porque lo escribía bajo una identidad oculta sobre otra identidad oculta. El reino del nickname, bienvenidos. O mi blog de superheroína. Bien, recapitulemos.
En el año 2005 S. y yo viajamos a Buenos Aires. Nuestra relación en ese entonces (y ahora en algunos momentos se la podría definir bastante parecido) estaba en una especie de armario fuera del armario. O sea, era un secreto a voces. Algo de lo que no se hablaba pero que no había que ser muy inteligente para darse cuenta. Entre muchas cosas en Baires pasamos una noche en casa de G., a quien habíamos conocido en un festival de teatro en Tucumán y nos había caído muy bien . A mí no se me ocurrió, pero sin una sola palabra de por medio G. la tenía más que clara. En su precioso departamento de pleno centro, después de comer y hablar hasta por los codos, miró la hora y prendió el televisor: “¡Vengan a ver esta serie! Les va a encantar.” Era el capítulo 12 de la primera temporada de “The L Word”.
En su momento la presentaban como una especie de Sex and the City pero en California y con lesbianas. Pues fue mucho mucho más que eso. La serie empoderó a miles y miles de tortas, bolleras, lenchas, croquetas, como quieran llamarnos en todo el planeta. Muchas críticas, sí, quizá glamour excesivo, quizá demasiadas mujeres amando mujeres (por momentos parecía un universo paralelo) pero lo cierto es que por primera vez una serie íntegra, no un par de personajes, estaba retratándonos a los ponchazos pero diciendo que existimos, visibilizándonos. Aquella noche quedé hipnotizada frente a la tele, pero no dije nada. S. menos aún (o sea, menos hipnotizada y más callada si es posible). G. tampoco dijo nada, pero había dado en el clavo en lo que a mí respecta: TENÍA QUE VER ESA SERIE.
Pasó. En ese momento, y como hace más de veinte años, teníamos televisor pero no televisión, contábamos con el aparato para reproducir películas pero sin ninguna conexión a cable o antena. Y no habíamos entrado aún al fascinante mundo de la piratería. Pasó la serie en apenas un capítulo, pero quedó guardada en mi corazoncito lesbovidente. Hasta que para un cumpleaños S., que interpretaba perfectamente mi pulsión “hazte fan”, encontró el pack de DVDs con la primera temporada completa y me lo regaló.
Aluciné. Me pasó lo que me pasa con las series, me pongo totalmente obsesiva y no paro de mirarlas compulsivamente. El pack se terminó muuuy rápido. El problema era que The L Word ya había sacado cuatro temporadas, pero en DVD -al menos en Argentina- estaba solamente la primera. Una pobre fan sudaca desesperaba sabiendo que había 37 capítulos completitos dando vueltas por ahí, inaccesibles. NO. Tenía que hacer algo.
Cuando una tiene que hacer algo hace lo primero que hay que hacer: googlea. No tuve que investigar demasiado, ahí estaban listas para ¡comprar! en Mercado Libre. Truchas, por supuesto. Chicas piratas decididas a hacerse un mango con el fandom lésbico, uno de los más leales y desquiciados de los que se tengan registro. Segunda compra en mi vida en Mercado Libre, un par de clicks y mensajes con buenísima onda después los DVDs estaban camino a casa. Lo había logrado. Podía tirarme de nuevo en la cama y mirar y mirar y mirar (no había empezado aún con mi saludable opción de la TVbike). Y así lo hice. Y hasta el final llegué. La quinta temporada estaba por emitirse, habría que esperar que se diera completa y la parejita pirata repitiera su changa para hacerse con el material. Iba a pasar tanto tiempo…
Cavilaba, pero mi espíritu emprendedor al pedo estaba activadísimo. Recordé algo extraño, casi todos los capítulos tenían leyendas incomprensibles en los subtítulos que no alcanzaba a descifrar. La más rara decía “Howita”. ¿Qué significaba eso? Si no podía ver la serie al menos podía resolver el misterio. Preparé mate y me senté delante de la máquina, Google me daría una vez más alguna pista. Estaba a punto de asomarme a un mundo nuevo, diferente a todo lo que había conocido, solidario hasta la médula, irreverente, entusiasmado, contagioso. La ilegalidad soft de las subtituladoras, la piratería comunitaria, la lesbocomunidad en código ASCII. Fue así como tomé contacto con el Subtituling Team.
[dado que la palabra que sigue en el Blogario es “humor” y la continuación de esta historia tiene mucho de eso decidí usar esta famosísima articulación, clave para tantas narrativas. El típico caso del capítulo doble, muajaja... Nos vemos en la próxima :-)]