top of page

13. Método


¡Ajajá! ¡Lo tengo! ¡Esta vez los salvé! Superé mis recurrentes desvaríos, devaneos, derivas de los primeros renglones. ¡Eaeaeaeaaapepé! Ya sé sobre qué voy a escribir. “Método, idiot” dirán para sus adentros (qué hermoso eso de “adentros” en plural, se ve que tenemos varios, ¿serán capas o compartimentos?). Ok, claro que el tema es método (lo de “idiot” fue un poco fuerte, voy a dejarlo pasar) pero al principio de cada post sufro como el actor que está por salir a escena. Cada vez. Ahora paso el mal trago solita: quito esa hoja, hoja y media de lamentos escritas en el cuaderno cuando vengo para acá y listo. Sanseacabó. Eureka. Alegría. (Es una pequeña epifanía en medio de lo cotidiano, y suena tan estúpido cuando lo cuento, qué lamentable). Sé que esta vez los estoy haciendo víctimas de mi decisión en lugar de mi indecisión, pero, ¿no anida un pichón de “método” en semejante circunstancia?

La primera vez que trabajé a ciencia cierta (hay ciencia falsa por lo visto) con la palabra que hoy nos convoca fue en un artículo relacionado con el teatro. Pero para llegar hasta ahí tengo que dejar que el teatro primero ingrese en mi vida. Voy a aprovechar una pista que quedó colgada del post anterior para arrancar. Pero ahora mismo tengo ganas de contarles otra cosa. ¿Qué hago? ¿Me apego a lo previsto o me permito la distracción? ¿Qué dice mi método al respecto? Lo que se me impone viene de lejos, siento que hay que darle lugar.

/ / / / /

¿Qué metodología empleaban mamá y papá? Pregunta amplísima, habría que acotar. Pero termino de hacérmela y escucho cristalino en mi cabeza: “a llorar al baño”. La frase matadora para la contención de los caprichos. Cuando la cosa se ponía tensa y yo, como buena niña, caía en el llanto más dramático y desgarrador posible, se me indicaba ese destino. Y allá iba, obediente, a desahogar mi rabieta. Tengo la sensación de que el método se aplicaba para no ablandarse frente a mi congoja (me daba cuenta que en el fondo algo los divertía por la forma en que me hablaban, y eso le sumaba furia a mi estado). La repetición de la consigna dio sus frutos conductistas, en adelante apenas me daban ganas de llorar, me iba solita al baño.

Pero no era esta digresión del camino planteado lo que se suponía iba a apartarme. Nop, este es un desvío del desvío en realidad, porque lo que quería contar está ligado a la imagen que ilustra el post. El método de secado de mami (si querés aplicarlo andá comprando toallones). Mamá encontraba algo fascinante en envolverme íntegra después de bañarme. No recuerdo tanto que me arropara en la cama como que me apachuchara entre toallas y abrazos en busca del secado perfecto. Mami había encontrado una dinámica que favorecía dos actividades en una y las aplicaba sistemáticamente: me bañaba, me envolvía en toallas, me acostaba en la cama grande, calentita, y se bañaba ella (a veces también limpiaba el baño en el interin). Yo me quedaba ese rato ahí, quietita, secándome más por la presión del contacto que por fricción. Y así aprendí. Durante muchos años de mi vida adulta necesité al menos una toalla para el pelo, un toallón para la cintura y otro para usar tipo capa o poncho. Y una vez que cada toalla estaba en su lugar me tenía que sentar un rato en la cama (el hecho de no acostarme funcionaba como un signo de madurez) hasta que la absorción hiciera lo suyo.

Moraleja 1: cuidado con lo que repetimos porque se nos encarna. Moraleja 2: pensemos lo que repetimos porque de algún lugar viene, y a veces está bueno actualizarse (a veces no, pero al menos sepámoslo). Que la decisión sea un pacto, y todo lo propia que esté a nuestro alcance. Moraleja 3: cuando un desvío se aparece en tu camino vas a tener dudas y curiosidad, pero si el desvío es una constante, si se repite con frecuencia, entonces es parte del camino o, para decirlo de otra manera, de tu metodología.

/ / / / /

En 1982 me preparaba para ingresar al profesorado de educación física. Hacía el curso de ingreso en el Club Comunicaciones en la ciudad de Buenos Aires, y tenía un especial grupete de amigotas (las que habíamos decidido rendir en el INEF de San Fernando, una minoría respecto a la sede de Republiquetas). Ellas entraron, yo no pude hasta el año siguiente. Unos añitos después, en 1985, salimos juntas, fuimos al teatro. No tengo ni la menor idea del por qué. Había ido algunas veces de chica, con papi, y más o menos por tercer año de la escuela secundaria a ver “El diluvio que viene” (creo que en 1980). Una comedia musical italiana hecha nuestra, con José Ángel Trelles, Graciela Pal y Vicky Buchino en los papeles principales. Me gustó mucho, todavía recuerdo las canciones y la fantástica escenografía con la que armaban a vista de todos una enorme nave en escena. Y antes o después, en 1985, hice una cola de horas para ver “Galileo Galilei” dirigida por Jaime Kogan y protagonizada por Walter Santa Ana, en el Teatro San Martín (era una jornada especial de ingreso gratuito, esperé a la segunda función y me senté en una de las primeras filas). Otra escenografía importantísima, minimal y muy versátil, de Tito Egurza. Y claro, era Brecht. Salí trastornada de la satisfacción.

Pero todo este disfrute no hizo que un bicho me picara ni que escuchara ningún tipo de llamado. Ni siquiera que tuviera demasiado en cuenta la opción del teatro como espectadora. Sacando el caso de Galileo, iba al teatro cuando alguien me llevaba. Punto. Pero todo cambió después de aquel día de 1985 en el Teatro Regina, porque ahí fuimos, a esa sala chiquita y preciosa, con mis amigas. A ver “In Concherto”, un unipersonal de Cecilia Rosetto. Nos sentamos en segunda o tercera fila, la teníamos bien cerca. Ah, qué bien que la pasé. Fue tan tan tan divertido. Había sido una salida insólita y me sorprendió mucho cuánto podía disfrutarlo. Porque “El diluvio que viene” era fantástica pero puro artificio, subrayado por lo musical y visto desde lejos. En Galileo el distanciamiento era inevitable, tratándose de Brecht. Lo de la Rossetto era otra cosa. Íntima, directa, cercana. Y desopilante.

Salimos del teatro recargadas, eufóricas de habernos reído tanto. Y mi única sensación era “yo quiero eso”. Quiero hacer eso, quiero hacerle sentir a la gente lo que siento en este momento. Lo debo haber dicho en voz alta en la pizzería de enfrente. D. se sumó a la idea pero la llevó un paso más allá: “estudiemos teatro”. Creo que M. y A. nos seguían la corriente pero la electricidad que traíamos de la sala se retroalimentaba entre D. y yo a nivel de desafío. Lanzado y aceptado. Si. Hagámoslo. Ni la sombra de una duda. Busquemos dónde.

En otra mesa había un diario, lo pedimos, nos metimos en los clasificados. Por la ventana la vimos a la Rossetto salir del teatro y corrí cholulamente a saludarla. Es altísima (yo soy bajísima). No recuerdo casi nada más de la situación, pero estoy segura que le di las gracias. Volví a la pizzería, las chicas ya habían encontrado el aviso que buscábamos: una oferta de taller para principiantes que se daba en Avenida de Mayo, no muy lejos de donde estábamos. ¡Vamos a ir! Si. Fuimos. D. y yo nos anotamos y empezamos a hacer teatro. Fue un taller de dos años, tan bueno como malo. Una muy buena formación a partir del trabajo corporal, una horrible experiencia de desatención y amargura en el trabajo de cierre, digno del olvido. Al punto de haber jurado JAMÁS volver a las tablas.

/ / / / /

En el profesorado duré poco y me fui a estudiar psicología. En eso estaba cuando me vine a vivir a Santa Fe, en 1989. Para seguir la carrera tenía que irme a Rosario, no me daban los números. Busqué lo más humanista que pude encontrar en la universidad pública y me anoté en Letras. Fue ahí donde conocí a D. (otra D., diferente de la D. anterior, esto de las iniciales no permite muchas sutilezas). Teníamos que hacer un trabajo juntas y fui a su casa. Nos quedamos en el living donde había una gran biblioteca que me dejó impactada. Pero algo no me cerraba, no había armonía entre esos estantes y ella. Hasta que escuché un estornudo. Después otro. Algo de tos, otro estornudo más, alguien sonándose los mocos. Ajá, la auténtica lectora, pensé. Tenía mucha curiosidad por conocerla. Insistí en ponerle cara a la banda sonora congestionada que nos había acompañado durante la tarde de trabajo. Antes de irme D. abrió la puerta de la habitación y vi a S. por primera vez, abajo de una frazada en una cama grande, nariz roja. Hice alguna broma, la hice reír.

Volví a la casa muchas veces, S. y yo nos hicimos amigas. El impacto radiográfico de la biblioteca había sido tan revelador como acertado. Nuestras cosas hablan por nosotros, y entre los objetos los libros son expertos vociferadores, nos cuentan a los gritos. Un día llegué de visita y me encontré con D. y S. limpiando sachets de leche vacíos en la cocina. ¿Perdón? Los estaban preparando para un vestuario teatral. “¡Oh! ¡Hacen teatro! ¡Qué lindo!” pensé y acto seguido, para cumplir las reglas del buen porteño, me senté a darles cátedra, basada en mi amplísima y extraordinaria experiencia en la city. Eso, para mi pobre cerebro de entonces, era muy importante. Sin preguntar mucho, sin que ni se me ocurriera que no me necesitaban en absoluto, me ofrecí a “darles una mano”. “Gracias” dijo S., divertida y sarcástica. “Porteña y basta” habrá pensado, y tenía razón.

Pasaron los días y por casualidad me enteré por el diario que la obra, la primera con dirección de S. a sus 23 jóvenes años, estaba a punto de estrenarse. ¿Cómo no me avisaron? Fui la noche del estreno a verla, era mi forma de dar apoyo a esta simpática y emprendedora gente del interior, con tantas ganas de hacer cosas. La primera impresión fue extraña. Nos esperaban en el hall de entrada, nos servían un vermouth, había un combinado, música de long play, chicas con ropa vieja. En la sala el patio de butacas no se usaba, el público iba… al escenario. ¡Ah, si! Había visto algo así en el Cervantes, en una obra de mi profesor. Entrábamos por los pasillos y nos sentábamos en unas gradas que miraban hacia platea. Nos dieron de comer charqui. Debe ser algo así. Ah, no. No hay gradas. Hay… ¿cuatro escenarios chiquitos sobre el escenario? Sí, pequeños, con telones de fondo pintados sobre arpillera plástica. Y cuatro grupos de sillas apuntando a cada entarimado, dándose la espalda entre sí en algunos casos. Tres simpáticos personajes, saltimbanquis, nos acomodaron narrando apenas lo mínimo para que todo esté dispuesto y la magia empiece. Pero ¿qué? No entiendo. ¿Qué es todo esto? ¿Y qué hace ese televisor ahí? ¿Hombres travestidos? ¿Cómo? ¿Una versión contemporánea de Cenicienta? ¿Un culebrón en el teatro? ¿Si? ¿Y todo el vestuario hecho con material descartable? ¿Qué son esos cambios en la música, saltos temporales? ¿Y ahora un intervalo? ¿Encima la madre muerta que le habla desde el televisor? No, pará, no puede ser. ¿Para eso eran? ¿Los sachets de leche transformados en el espectacular vestido de una Cenicienta/Eva que llega al baile del palacio??????????!!!!!!!!

Fue un flash. Estaba tan fascinada que en lugar de sentarme me puse en cuclillas sobre la silla plástica así podía girar más libremente para saltar de un escenario a otro y no perderme nada. Si, saltar. Esa era la sensación, aún como espectadora. Me partió la cabeza que el teatro pudiera ser así. Diferente, divertido, directo. S. sabía que no había descubierto la pólvora porque hacía muchos años que se preparaba y dedicaba al tema y es una persona culta. Y porque carecía de esa soberbia galopante tan propia de los crecidos en el centro de algo, demasiado acostumbrados a su propio ombligo. Soy ese ejemplo patético en este caso.

Todo el mundo fue a saludar cuando terminó y yo aproveché. Me encantó, claro. Y entonces dije: quiero. Yo quiero esto. Quiero, quiero, quiero, por favor hago lo que sea. Necesitaba aprender, estaba claro. Conseguí lugar enseguida, manejando la video. S. se ocupaba también de operar luces, le venía bien alguien que le sacara de encima la presión de la videocasetera. Y yo estaba lo suficientemente capacitada para apretar play y stop en el momento correcto, siempre subrayado por la cabeza de S. durante la función. Yo hacía de control remoto, era una especie de intermediaria entre su cabeza y los botones. Pero era feliz porque formaba parte de algo muy innovador. Lo era, realmente. Más allá de poder contextualizarlo en la historia del teatro, más allá de mi ignorancia y soberbia, y de que su sola existencia me había devuelto a la realidad de un saque, la obra fue una bisagra en la escena local. Generó controversia, abrió la puerta de una camada joven de hacedores muy activos, en pleno estallido de la posmodernidad neoliberal de 1990, diciendo lo propio con los desperdicios que quedaban a mano.

A las pocas funciones de darle al play uno de los saltimbanquis se fue a vivir a Buenos Aires. Yo, que había hecho el viaje contrario, parecía estar ahí para compensar la migración. Me lo ofrecieron. Era sencillo. Me probaron y aceptaron como actriz. Tenía que hablar muy poco, eso me tranquilizaba. Mi primera línea era “Nuestro estimado público”. Debuté oficialmente en la actividad abriendo la boca muy grande para decir “Nuestrimado”. Fue duro pero lo superé. Y, ahora sí, empecé a “hacer” teatro.

/ / / / /

Definitivamente no fue un buen cálculo el del principio. Sí, era mucho para un solo post. Mi planificación inicial no sirve ni para empezar. Faltan años para llegar a aquel artículo del que les hablaba sobre método. (Acá podría ponerme marketinera y aclarar que el blog es parte de mi sitio web personal, que si miran el menú a pie de página encontrarán enlaces a mis escritos o, mejor aún, que si pican en X el link los llevará directamente al artículo en cuestión. Sólo que el sitio está en construcción hace tres meses y todos sabemos cómo está la construcción de parada en este momento. Hay unas cuantas cosas colgadas pero el artículo ese, nones. Será, algún día. Y si me acuerdo vuelvo por acá y lo linkeo. Pero por ahora me conformo con esto. Feliz del paso a paso, semana a semana).

Método viene del griego μετά (hacia, a lo largo) y ὁδός (camino). El procedimiento para llegar a algún fin, esas cosas que todos sabemos. Al andar se hace método y al volver la vista atrás, y organizar mentalmente el recorrido, se tienen sospechas de cierta metodología. En este vistazo en particular asoman los desvíos, las moralejas de la repetición y los “quiero quiero quiero” como constantes en mi forma de hacerme a mí misma, a medida que recorro lo que vivo. Pero la palabra que podría englobar la gloria de las elecciones más vívidas es una sola: intuición. Unida a apertura. Y una cucharadita de arrojo o inconsciencia o determinación. Suena a receta. No lo es. No siempre funciona. Y a veces ni siquiera me doy cuenta que lo aplico.

Hoy encontré por primera vez el término japonés wabi-sabi, que es un concepto que encuentra la belleza en la imperfección. Porque nada está completo, nada dura y nada es perfecto. En mi cruce de caminos apareció ese cartel señalando una nueva dirección. Llega justo a tiempo para el final imperfecto, inconcluso de este post. Lo miro fijo y me lanzo a él, elijo seguir viaje por ese sendero.

Sí. Wabi-sabi.

Quiero quiero quiero.

Proyecto
Posts Recientes
Archivo
Tags
Social
  • Black Facebook Icon
  • Black Twitter Icon
bottom of page