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14. Harinas e intestinos


Viene gastronómico y fisiológico el asunto. Viene estilo “somos lo que comemos” (y lo pienso con la voz del doblaje latino neutro del Burro de Shrek, la uno). Viene anunciando un par que se lleva mal, muy mal, si basta erradicar a una para que el otro gane plenitud...

Yo era lo que se dice una nena pura cabeza. No lo digo por mi capacidad intelectual, lo señalo por el tamaño del marote, voluminoso desde el vamos. Mamá contaba con indisimulado orgullo que, de recién nacida, el pediatra había puesto su mano en mi cráneo como evaluándome, el pulgar en una sien y el dedo mayor en la otra (según el gesto que ella repetía en el aire) y había dictaminado: “cabeza perfecta”. El hombre habrá querido señalar que estaba todo bien pero ella me supuso niña prodigio desde ese día a causa de mi prominente cráneo.

Nací después de 12 años del casamiento de mis padres. Intentaron tener hijos rápidamente, pero no hubo suerte. Se hicieron estudios, no muchos. Algunos decían que tenía problemas él, otros que eran de ella. Decidieron que entonces la vida fuera así, juntos era suficiente, y que algún día quizá adoptarían. No hizo falta porque sin que mediara ninguna acción, aviso o procedimiento, una década y pico más tarde, llegué. Apenas me contaron la historia, y en uso de mis tempranas facultades chistosas, solía decirles que yo estaba en mi estrellita muy tranquila esperando el momento adecuado para venir (algo así como que me hice rogar). Creo que no tenía mucha idea de la naturaleza de la convocatoria cuando hacía la broma, pero la buena recepción debe haber calado hondo en mí porque al día de hoy sigo contando la épica de mi nacimiento haciendo uso de la estrellita confortable y la indecisión de llegar al mundo.

Ah, si, porque al tema de los doce años de espera se le suman los detalles de “último momento”. El parto venía bien, pero me di vuelta y me enredé en el cordón. Ese es el hecho. En la narrativa familiar, a la que con tanto cariño me he dedicado a sumar interpretaciones, el momento se conoce como “cuando vi lo que era esto dije, ‘nooo, ni loca, yo mejor me quedo’”. Obviamente le abrieron la panza a mami y, cesárea mediante, aquí estoy.

Un piojito cabezón en primer término, que creció con la certeza de que iba a ser una mujer alta. Sip. Ese es otro equívoco gigantesco con el que tuve que lidiar, pura expectativa y decepción. No sé cómo ni cuándo apareció, pero en mi dormitorio había una preciosa tabla con una larga, larguísima jirafa que subía y subía hasta una altura poderosa. La distancia estaba señalada con claridad en su larguísimo cuello. Era muy linda. Periódicamente papá me medía y dejaba constancia de los progresos. Un día, muy orgulloso, aseguró que yo iba a medir más de 1,70 m., ese era mi destino. Cabrera tenía más vocación de científico popular que de adivino, su proclama se basaba en una fórmula sencilla que circula por ahí, que dice que tu altura es igual al doble de lo que medís a los… 2 años. Papi, DOS AÑOS, no cuatro. Se ve que algo falló en la comunicación, porque él vio que a los cuatro yo medía 85 cm. y le encantó. Tenía una hermana altísima y una hermana bajísima. Si era por su genética todo parecía posible, y la cosa se había inclinado para arriba, pero la verdad es que yo me parezco más a la tía P. (no haría falta enmascarar identidad en este caso, está claro que esa P. es de Peti).

Pasé muchos años esperando el estirón anunciado que nunca llegó (no confíen en la pseudodivulgación científica, no confíen). / / / / /

Medio enanín, pura cabeza. Ese era mi aspecto al empezar la escuela y, predicción incumplida de papá mediante, era siempre la primera de la fila. Muy rara vez, temporalmente, me tocaba ser la segunda (era muy emocionante). Pasaba poco tiempo y volvía a estar adelante. Más o menos la cosa fue avanzando así, lentamente. Hacia arriba. Pero después algo disparó otro tipo de crecimiento, uno que traería la desproporción a mi mundo. Entré a formar parte de la comunidad del chiste “es más fácil saltarla que darle alrededor una vuelta”. Ajá, me hice gordita.

Parece que el sacudón metabólico fue originado por la hepatitis que también llegó a mi vida, cuando estaba en segundo grado. Mamá siempre asoció la enfermedad con las últimas cosas que hice antes de que supiéramos que la tenía (un poco impulsiva mamá). Fuimos juntas a la cancha del Club Deportivo Morón, alias el gallito, a ver a Pipo Pescador. Ídolo total de los niños de la época, creador del hit “vamos de paseo, pi pi pi, en un auto feo, pi pi pi, pero no me importa, pi pi pi, porque llevo tortaaaa, pi pi pi” (me trabo intentando hacer un chiste sobre el final del estribillo y su posible influencia en mis elecciones de la vida adulta, pero todo lo que se me ocurre es muy malo, así que mejor sigo).

El superevento era a la mañana pero Pipo se atrasó mucho y tuvimos que esperarlo al rayo del sol. Eso fue fatal, según mami. Y las frutillas con crema que comimos a la vuelta. Pobre Martha, estaba descorazonada. Me cuidaba tanto que no podía creer que me hubiera agarrado semejante cosa y se culpaba y enojaba con lo que tenía a mano, o sea, Pipo, el sol y las frutillas.

La cosa es que, bien a la vieja usanza, me inyectaron penicilina para sacarme del cuadro agudo y me indicaron un mes de reposo, sin caminar, en cama, para asegurar la recuperación de mi hígado. Toda la desazón y preocupación fue de mis padres. Yo, sacando la descompostura inicial (en la que según dicen me puse completamente amarilla) no tenía ningún malestar. Y si papá, mamá y ¡el Dr. M.! decían que tenía que estar en la cama, pues me quedaría en la cama. Eso era todo.

Hay tres sabores que estarán ligados para siempre a ese período: el gusto de la Seven Up después de batirla con una cucharita, la jalea de membrillo (que comí ese mes entero y que debo haber probado dos o tres veces más el resto de mi vida) y el pollo hervido (que me encantaba y me sigue gustando).

Tuve salidas extraordinarias gracias a la piedad de mis padres, sorprendidos con mi docilidad. Este podría ser un buen momento para pensarme en la cultura y la genética. ¿Era mi naturaleza aplastada la que me daba comodidad en este increíble período de quietud en la vida de una nena? ¿O fue ese tiempo suspendido en una habitación el que formó mi tendencia “contemploaplastativa” que no se inmuta, ni desea, ni sugiere nada relacionado al movimiento si estoy concentrada en algo? Misterio. El huevo y la gallina. Los dos.

Papá me bajaba en brazos por la escalera, me sentaban “abajo” para que pudiera ver un poco de verde y el aire y el sol me dieran directo en la cara. En deshabillé y con una mantita. Ahí me quedaba un rato viendo pasar todo, sólo presente, a los siete añitos. (A veces siento que lo único que nos hace falta es recordarnos aprender todo lo que ya sabíamos cuando éramos chicos).

Mis padres pensaban que la soledad de ese mes de reclusión sería un problema. Pero contaron con un antídoto inesperado: M. Vivía en el departamento de al lado, era más grande que yo, y era la más divertida de todo el edificio. Genial M., los cumpleaños eran muchísimo mejores cuando estaba ella.

Le pareció ridículo el tema del contagio (en verdad tenía bastante razón, no iba a comer con mis cubiertos y ni siquiera necesitaría usar el baño teniendo el propio a pocos metros). Así que me vino a visitar, muchas veces, y me hizo compañía.

A veces me gusta imaginar qué calamidades habré evitado por azar, por elección, por contexto. Tiendo a repasar todos los movimientos previos que generan alguna de esas catástrofes a las que todos estamos expuestos y que se nos vienen encima a lo largo de la vida. La típica: “si no hubiera…” (Pipo y las frutillas quizás ayudan a fundar esta óptica). Pero si esto es así, a la fuerza hay otro lado oculto. ¿De qué me salvé gracias a qué? Es una pregunta rara, pero a veces, como en medio de la bruma, aparece alguna imagen probable. Nunca de este lado estará la contundencia de los hechos. Creo que M. puede haber evitado un colapso, un descentramiento latente, posible. Creo que no tenemos idea de la potencia inabarcable de cada uno de nuestros gestos, por más mínimo que parezca. Es algo que no dominamos.

(Hoy amanece mientras escribo. Me sorprende el gris tenue del cielo entre las hojas, hasta hace un rato era pura noche. No tengo presente la llegada o la huída de la luz en aquel dormitorio. Lo recuerdo siempre iluminado).

La hepatitis pasó. Salí debilucha y fuerte. Tuve una gran recuperación, aunque el hígado nunca pudo volver a ser el mismo, es de manual. Mi sangre ya no será aceptada nunca más, y las dos copitas de vino que tomé anoche bastaron para emborracharme (a veces lamento lo breves que son estos pasajes etílicos, de hecho me avergüenzan. Me duermo, caigo redonda (antes digo muchas pavadas juntas a velocidad crucero). Resistencia cero).

Tuve que hacer dieta los siete meses siguientes. Sé que la cumplí al pie de la letra porque cuento con la obsesión de mami y su respeto inconcebible a la palabra de los médicos. Ella confiaba y depositaba su vida en ellos. No puedo imaginar lo concentrada que habrá estado en el tema tratándose de la mía. Así que estoy segura que aquella tarde, en el consultorio del Dr. M., yo llevaba ocho meses de total corrección alimenticia para sus parámetros. Y todo estaba más que bien, el alta a la vuelta de la esquina. Me preguntó: “¿qué querés comer?”. No hubo ni un asombro de duda. No hubo espacio ni tiempo entre la pregunta del pediatra y mi respuesta: “papas fritas con huevos fritos”. Se rieron y me pidieron que fuera más despacio. Elegí las papas y volví al mundo.

Pero cambió mi metabolismo, y pasé a ser una nena gordita. Una adolescente bastante rellenita. Una joven que ponía todo el empeño de su seducción en su inteligencia (que el cuerpo se note lo menos posible). Y, sobre todo en algunos momentos tristes, una adulta casi casi obesa.

Por supuesto me pasé la vida haciendo las más variadas dietas, hasta que en un momento (hace no mucho) decidí que era tiempo de intentar avanzar como una sola cosa. A ver, no. No hay manera de decirlo sin traicionarse porque hablar de cuerpo y mente es una falacia, y no puedo combatirla al tratar de darle forma a este concepto. Sin embargo siento que esto basta y me entenderán.

El plan fue de lo más básico, pero muy interno y personal. Decidí moverme (agarré la bici) y comer sólo cuando tuviera hambre. Cualquier cosa, pero que respondiera “honestamente” a la necesidad de alimentarme. Es muy arduo eso. Hay mucho depositado por ahí. Y me propuse bajar un kilo por mes. Paciencia y hábito. Así lo hice durante 18 meses. (Gardel, me sentía capaz de cualquier cosa después de esto).

Hay otra pseudodivulgación científica por ahí, además de la ecuación de la jirafa, que dice que todos somos potencialmente celíacos porque el gluten no lo digiere ni magoya, sólo que la intolerancia en algunos es más extrema. No necesito confiar ni buscar estudios que avalen el asunto. No es mi tema. Y tengo un enfoque un poco más fenomenológico. O kármico, ponele. Me caen mal las harinas. No hay duda. El primero de enero habré estado muy convencida sobre la conveniencia de investigar para alentarme a abandonarlas, pero fue un completo autoengaño. Yo sé que me caen mal (no lo sabe “mi cuerpo”). Así que las vengo sacando lentamente de mi vida. Me cuesta montones, de hecho tuvimos nada menos que una panadería durante muchos años, la carga emocional que tienen unas facturas o una bolsa de bizcochos para mí es ponderable.

Hoy por hoy, a pesar de que mantego bastante mi formato geoide (me gusta pensar que mi falta de altura es por un achatamiento en los polos, como la pachamama) recuperé bastante esa cosa medio menuda y cabezona de la infancia. La sensación es que retrocedí unos casilleros y seguí otro camino probable, uno que tal vez habría sido menos ríspido sin la hepatitis. O no. Tooooodo está en el terreno de la especulación. Pero sé que ni la genética ni la cultura nos definen. Ayudan mucho, pero los huevos y las gallinas de nuestra vida siempre pueden ser puestos en distintas perspectivas. Una gran cosa.

Ah sí, para mi cumpleaños, hasta el día de hoy, el plato principal es papas fritas y huevos fritos. Todo junto.

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