16. Conexión
Hay algo del orden de lo invisible que conectó los números y las palabras en este espacio, haciendo que los días se conformen a mí, o yo a ellos, con una energía especial. Ese es el tipo de conexión que está presente en el enunciado. Antes del wifi, del modem 56k. Mucho antes de los teléfonos negros, o los públicos anaranjados, incluso que del telégrafo. La palabra se podría pensar como una tecnología que intenta aprehenderla. Me refiero a una conexión que está más cerca del resplandor del fuego, imperceptible, oculta, de una potencia que pareciera universal.
¿Sobrenatural? No, natural hasta la médula. ¿Paranormal? No. Depende. El prefijo “para” indica, según la Wiki, “que el sufijo de este ha de referirse que está ‘contra él’, ‘junto a él’ o ‘al margen de él’”. Tendríamos que charlar largo y tendido sobre el concepto “normal” antes de encontrarle luz al asunto. Por ahí no va la cosa. Lo que sé y puedo decir es que me refiero a un tipo de comunicación extraordinaria, de una gran intensidad.
(Me releo y estoy cada vez más lejos de lo que quiero decir. Para situaciones como estas, hechos. Las palabras deberían salir sólo de esas bocas).
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Mamá.
La conexión universal. Qué simple y total y definitivo. Ahí está el ombligo para atestiguarlo (aunque se llene de pelusa o me olvide de secármelo).
Podría estar horas hablando de mi relación con mi mamá, pero acá lo que cuenta es ese tipo de conexión que no puedo describir, entonces son dos y sólo dos los momentos a los que tengo que referirme. Ambos durante mi adolescencia.
[la semana 16 me va a enseñar que es mentira, que hay un tercero, que es crucial, pero todavía no lo sé]
No recuerdo cuál de los dos fue primero, pero ambos están relacionados con la salud. Mami siempre fue una persona mayormente sana, pero creía en la prevención a rajatabla así que visitaba periódicamente a su médica de cabecera, la Dra. B. (decir a su favor que era un encanto de persona, muy lejos del espíritu mercenario del sector que reina en la actualidad, entrar al consultorio era una larga fiesta para todos sus pacientes, incluso para mí). Cuento esto para destacar el hecho de que no estábamos pendientes en casa de la salud de mami y que su condición física no revestía ningún signo de peligro al que estuviera que estar atento o preparado, como es la realidad en tantas casas de tantas familias. Todo estaba bien.
Aquella noche, como era mi costumbre, leí hasta tarde, bien entrada la madrugada. Apagué la luz y me dispuse a dormir. Estaba a punto, como en una duermevela, y escuché un ruido sordo. No sé si en sueños o despierta dije “mamá”. Me levanté sin dudar, directo al baño. Al mover la puerta chocó con algo. Era la cabeza de mami, que estaba desmayada, tirada en el piso. Desperté a papá. Me mandó a llamar una ambulancia (el “call nine one one!” todavía no nos había colonizado) y subí las escaleras, golpeando las puertas de todos los departamentos de los vecinos que tenían teléfono. Me atendieron en el departamento 11 (no esperaba mucho frente a ninguna puerta, me habré demorado ahí porque ya no quedaban más teléfonos arriba de ese piso). Estaba histérica. Hablé como pude para que vinieran a atenderla y volví a casa.
No fue nada grave. Recordaríamos ese día como el punto de partida para descubrir que mami tenía un “touch” neurológico que la hacía desmayarse cuando estaba por vomitar. Así de específico (lo cual fue tremendo en medio de una quimio, pero esa es otra historia). Tomaba media pastillita de no sé qué cada no sé cuánto y listo. Pero todavía me pregunto desde qué lugar del universo la escuché caer, cómo supe que había caído, cómo y por qué sentí esa certeza indiscutible de que era ella, que estaba ahí, que había que hacer algo.
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Yo fui una de esas felices niñas “colonas”. Iba todos los veranos a la “colonia del Inmaculada”. Un colectivo, escolar, nos pasaba a buscar a la siesta, después de que cada cual almorzaba en su casa. Llegábamos a un enorme y verde predio que nos recibía silencioso, silvestre. Hacíamos la digestión en grupitos, bajo los árboles. El encargado o encargada nos proponía algún juego tranquilo, o nos contaba un cuento, o dibujábamos. Básicamente nos quedábamos un rato ahí, simple. Y después de un buen rato nos metíamos en la pileta. Un par de horas más y estábamos merendando. Vuelta al micro, vuelta a casa.
Era una gran rutina para el verano, sobre todo para una chica de departamento como yo. Los años pasaban y la costumbre seguía igual que mi felicidad, pero se incrementaba el miedo. Ya había subido por toda la escala grupal y me estaba poniendo mayor dentro de los mayores. No quería perder ni la alegría ni las amigas. Y entonces la Sra. de B., la directora, me lo propuso: podía ser encargada de alguno de los grupos de los más chicos. ¡Fantástico! Todo seguiría igual, del otro lado.
Así empecé a trabajar, prácticamente sin darme cuenta. Una transición suave. Mis tareas eran distintas, pero parecidas. Ahora, en el micro, no todo era sentarse y dejarse llevar. Los “encargados” nos hacíamos responsables de la convivencia colectivera, siempre un lugar divertido cuando de chicos se trata. La verdad que todo era bastante distendido. A la ida íbamos con la panza llena y el sol del mediodía, la vuelta nos encontraba relajados después del agua y el mate cocido. No había mayores inconvenientes.
Me gustaba especialmente, cuando todo estaba tranqui, sentarme en el estribo del colectivo, en los escalones de la puerta. Es un gran gran lugar para viajar. Esa tarde estaba ahí cuando lo supe. No hubo rayo de luz, ni vibración, ni modificación alguna visible o palpable o audible. El aire olía igual. Pero yo lo sabía.
El micro me dejó en la puerta de la panadería. Papá estaba afuera, esperándome. Bajé y saludé a la horda que todavía tenía que llegar a su casa. Se calmó el ruido. Papi estaba tenso. Me buscó los ojos, me dijo “hija, te tengo que decir algo”. Le contesté “ya sé, mamá está internada”. Hubo un silencio minúsculo. Una sensación en el aire de sorpresa, y a la vez no. No dijo nada, papá (un genio Cabrera). Pero sí, efectivamente. Mamá estaba internada porque había que operarla de la vesícula de urgencia.
¿Cómo era la palabra de esta semana? Ah, si. Conexión.
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Yo he visto a la energía hacer cualquier cosa por los campos de cielo estrellado o en los oscuros pozos de luz de los reflectores. He estado ahí y le permití atravesar y fluir de cuerpo en cuerpo porque se le da la gana y puedo ser testigo y parte. Yo sé que brilla, opaca, y nos mantiene en vilo cuando dejamos que circule. Lo sé antes de la New Age, antes de planteármelo, antes de suponerlo.
Si miro su fuerza invisible me doy cuenta que el camino lleno de desvíos y contradicciones que dibuja mi historia la tiene como guía. Está en la noche entera alrededor del fuego, y tratando de ponerla en palabras, o en una función teatral donde de pronto el aire puede cortarse y todo parece ser la respiración de un animal dormido.
Un día mamá se quebró la cadera, y seis meses después se estaba muriendo. Dejó de comer, de hablar, de abrir los ojos, pero su corazón era fuerte y resistía. Tuvo una penosa y larga agonía de once días. Estaba internada en el geriátrico, en una habitación con dos mujeres más, en estado tan desesperante como el de ella. Yo iba casi todas las tardes a verla, o tarde por medio, y entraba a esa habitación cuya atmósfera no olvidaré jamás. Me sentaba al lado de la cama, le agarraba la mano, la acariciaba. Le llevaba auriculares y le ponía la radio, para que escuchara música. Sufría, por supuesto. Mucho. Ansiaba y temía por igual el momento de la muerte (y no quería estar ahí). Y siempre lloraba un poco.
Ese día (como en las dos historias anteriores, hay un día que es “ese” o “aquel”) lloré más. Lloré como nunca porque mamá ya no estaba y encima todavía se estaba por ir. De pronto, tras vaya uno a saber qué viaje peligroso, atravesando qué extraños, inhóspitos lugares, mamá surgió. Abrió los ojos, me miró a los ojos, me apretó la mano, y me dijo con voz muy clara y muy serena “no hija, te hace mal, no sufras, andate, te hace mal”. Me sonrió. Y la volví a perder.
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Cuando empecé este post tenía en mente una lista de momentos, precisos, para narrar. Hablar de mamá me mostró otro camino, me deja claro que ese relato es innesario. No quiero reducir ningún espasmo de vértigo a su anécdota. Cuando pienso en la conexión lo hago desde algo que no puedo transcribir en absoluto, y es primordial. Siempre. Acercarme a ello es todo lo que me importa en la vida. Ese océano en el que a veces nos descubrimos dando manotazos. Por eso tiendo a zambullirme en el arte, en la literatura. Porque esas son las aguas de las que se abreva. Que es como decir el amor. O la lluvia. Donde la soledad momentáneamente se desintegra para dar paso a eso más gigante que no vemos y está ahí y tenemos al alcance de la mano y podemos ser. (Abandonar la parcialidad).
Como la fuerza de una mujer moribunda que regresa para acallar el dolor de quien ama. Y conecta.
conexión
ouroboros
la cola siente el mordisco
de su propia boca
y no se sorprende
(correr
hacia el poema
no ser el poema)
/culpa de querer y querer y querer
culpa torcida de mansedumbre y absoluto
te paro (detengo y alumbro)
te parto (arraso y abandono)/
el día que seamos nuestros nombres
(propios como la boca que se devora)
el cielo se verá
al fin
vacío y redondo y total
sólo entonces lo que es
será mientras se pulveriza