21. Análogo
El amanecer era suave, el clima benévolo, los animales dormían apacibles. Pero un escalofrío recorrió a Maya de pies a cabeza. Agitada se miró las piernas, las manos, creyó que algo la había picado. En pánico, entendió que era el viento sudoeste. Y que saberlo podía ser una diferencia en este mundo primario y nuevo.
En el barco, al mismo tiempo, Aura se contorsionó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. El cocinero la había puesto a pelar papas a la madrugada y supo de la convulsión por la cocina estremecida. “Vienen” -dijo ella sin pensar, y él salió. Poco después se escuchó la sirena.
Maya quiso correr. Se encendió algo nuevo, brillante, un amarillo en su sangre deseoso de expulsar libertad por la piel, haciéndose vapor, niebla. Ráfaga. Llegó al centro de la aldea y lo gritó: “¡viento sudoeste!”. Excepto ella, todos supieron qué hacer. El viento mueve la isla, a veces la hunde o le saca pedazos. Los que se caen al mar nunca vuelven. La única esperanza es chocar la nave y tomarla, se están quedando sin territorio.
Aura se asomó a cubierta. Sus ojos tardaron en acostumbrarse al espectáculo, hombres frenéticos trabajando como en una danza ensayada. La adrenalina podía olerse. Los oficiales lanzaban al mar pequeñas anclas, pesadas, sosteniendo al unísono las largas cadenas, asegurando la trayectoria hasta que el fondo los ampare.
Maya ve por primera vez el barco y siente rechazo. La tierra es su refugio, esa cosa dura y pedregosa debajo de sus pies, o blanda en arenisca, o mullida en pasto. Quiere su superficie detenida para ser ella la que se mueve a su antojo. Su tierra es su libertad. Sin pensarlo se lleva la mano al bolsillo y apreta sus cinco monedas de oro.
Aura ve por primera vez la isla que se enfila hacia ellos como un animal herido. Pocas cosas le han causado tanto miedo. ¿Con qué comparar un pedazo enorme de tierra furioso? Se lleva la mano al cuello y acaricia el dije de su collar, la réplica diminuta del elemento que la mitad de los hombres de cubierta arrojaron al mar y en el que cifran sus esperanzas.
Los movimientos son sencillos ahora, el vértigo y la velocidad están en el agua y el aire. El barco se ha fijado con vehemencia al fondo y lastima la corriente que se desenrolla hacia la isla. Una ola bien proporcionada y de altura cada vez más considerable será la consecuencia. La isla está armada, quiere herir al casco y transformar a los nativos en piratas de desembarco. Ningún barco puede competir con la solidez de un pedazo del planeta.
La nave ya está completamente inclinada soportando el reflujo del agua. Los hombres se encadenaron a las anclas, a los pasamanos de cubierta, las columnas, los mástiles. El cocinero recuerda que no le dio esta parte del entrenamiento a su aprendiz y se arriesga en el plano inclinado hasta darle alcance. La rodea con su propia cadena y juntos quedan unidos entre sí y al destino físico de la nave. Las anclas se colocaron en el lugar correcto, su resistencia será responsable de la ola gigantesca que los abandona y se dirige hacia tierra. El barco se tambalea al perder su energía, parece seguir la trayectoria del agua hasta volcarse sobre sí mismo. Muchas anclas se desconectan del fondo y vuelven como elásticos arriba, latigazos metálicos que arrancan lo que se les interpone y se clavan en el corazón de los hombres y el casco. Son los primeros caídos de la jornada y no serán los últimos. Aura desespera, apretada al cocinero, con los gritos de los desgarrados. Su prisión encadenada la asfixia, quiere salirse de inmediato pero su protector la toma de los hombros y la sacude, no puede auxiliar aquel que no está a salvo.
Maya ve su Primera Ola. Los nativos las cuentan. Las olas que han sobrevivido son como los círculos concéntricos en el tronco de los árboles caídos. Señalan el tiempo que has pasado en esta tierra, y que has sufrido daños. Se promete Maya que no deseará nunca más paredes, porque los deseos pueden transformarse en realidad. Ya llega. El líquido muerde el borde de la costa que engalanaron con afilados troncos. Llega el agua a la isla y viceversa, porque la isla en ningún momento se detuvo, empujada desde el sudoeste con convicción.
Maya se estira lo larga que es, colgada de un árbol, saca su cabeza de entre las ramas. Ve el barco y entonces la ve. Recuerda de inmediato el día que fue expulsada de la Fundición, el ahogo, sus manoteos jadeantes, el curso acelerado. Es ella, es la mujer que cayó por el conducto de desagote, con ella, y que nadando le mostró cómo nadar. La ve en el momento exacto en que la otra la ve viéndola. Una con la piel enrojecida, agazapada y grácil, flexible sobre la rama más avanzada del árbol más imponente del paisaje. La otra apretada, encadenada a un hombre mayor que llora como un chico. Aura quiere soltarse y lanzarse a lo primero que la necesite, aunque la engulla para siempre. Sus ojos conectan con los de Maya, y sabe que su vida será soltarse de todo para lanzarse a ella. Maya reconoce lo que la mirada plantea.
Un imán es un mineral de hierro compuesto de dos óxidos de ese metal. Lo que hará tan atractiva y detestable su relación será que tendrán, ambas, que oxidarse, ignorantes de su proceso, para poder atraerse. Tienen un vínculo de hierro. Hay conexión, y es fuerte. ¿Cómo no la habría? Las dos desagotadas al mismo tiempo, salvadas el mismo día, atravesando la misma batalla y desembocando en el mismo prodigio de juntar sus miradas en el centro del caos, en el calmo ojo del tornado que este cataclismo supone. Ambas reconocen, desde ese instante, que sus destinos están unidos.
Y apenas lo saben, el agua lo cubre todo.